Tras una larga serie de de sucesos donde los más puramente terrenal y lo divino se entremezclan, Aliosha e Iván Karamázov comen en una taberna.
Los días anteriores han sido muy frenéticos y en ese frenesí que Dostoyevski califica de desgarramientos, hemos conocido a la familia Karamázov, a sus criados; a las amadas por estos hombres; hemos conocido la inclinación ascética de Aliosha, el pequeño de los hermanos, que vive en el monasterio de la ciudad y que es el favorito de starets (una especie de santón) Zosima, el cual está punto de morir; hemos asistido a la paliza que el hijo mayor, Dmitri, ha propinado a su padre por una cuestión de faldas delante de sus hermanos; hemos asistido a los ataques de histeria de Katherina Ivánovna, prometida de Dmitri a la cual Dmitri rechaza pues se ha enamorado de una meretriz (la cual a su vez se acuesta con el padre, un lujurioso de tomo y lomo y bufón además y borracho), a quien pretende Ivan hasta que decide irse a Moscú y abandonar sus pretensiones. Todo contado con una gran pasión, arrebatadamente, histéricamente incluso.
Bien, volvamos a la taberna. Tras responder Iván a la pregunta que a Aliosha le interesa -si su hermano cree en Dios- Iván responde de forma extensa y magnífica.
Esta es parte de su argumentación: Él admite la existencia de Dios (a priori)
Iván Karamázov:
[...] Deseaba hablar del sufrimiento de la humanidad en general, pero mejor será que nos detengamos en los sufrimientos de los niños. Así se reduce en unas diez veces el alcance de mi argumentación, pero será mejor que me refiera sólo a los niños. Resultará, desde luego, menos favorable para mí. Pero, en primer lugar, a los niños se los puede amar incluso de cerca, incluso sucios, hasta feos (a mí me parece, sin embargo, que los niños nunca son feos). En segundo lugar no quiero hablar de los adultos porque, a parte de ser repugnantes y no merecer amor, tienen además con qué desquitarse: han comido de la manzana y han entrado en conocimiento del bien y del mal, y se han hecho "semejantes a Dios". Y siguen comiéndola. En cambio, los niños no han comido nada y no son culpables de nada ¿Te gustan los niños, Aliosha? Sé que te gustan, y comprenderás por qué ahora sólo quiero hablar de ellos. Si también sufren horrorosamente en la tierra se debe, claro está, a sus padres: son castigados por sus padres, que se han comido la manzana; ahora bien, éste es un razonamiento del otro mundo; al corazón del hombre, aquí en la tierra, le resulta incomprensible. Un inocente no debe sufrir por otro ¡y menos semejante inocente (se refiere a Cristo)! Asómbrate de mí, Aliosha; también yo quiero con todo el alma a las criaturitas [...] no hace mucho me contaba un búlgaro en Moscú cómo los turcos y los circasianos están cometiendo atrocidades por todo el país, por toda Bulgaria, temiendo un alzamiento en masa de los eslavos; es decir, incendian, matan, violan a mujeres y niñas, clavan a los detenidos a las vallas, metiéndoles los clavos por las orejas, y allí los dejan hasta la mañana siguiente y luego los ahorcan, etcétera; es inimaginable todo lo que pueden llegan a hacer. Se habla a veces de la "fiera" crueldad del hombre, pero esto es terriblemente injusto y ofensivo para las fieras: una fiera no puede ser nunca tan cruel como el hombre, tan artística y refinadamente cruel. El tigre despedaza y devora, otra cosa no sabe hacer. A él ni se le ocurriría clavar a los hombres por las orejas con clavos y dejarlos así toda la noche, no se le ocurriría aunque fuera capaz de hacerlo. Los turcos, en cambio, han torturado sádicamente hasta a los niños, empezando con arrancarlos de las entrañas de la madre con un puñal, hasta arrojar a los niños de pecho para ensartarlos al caer con la punta de la bayoneta en presencia de las madres. El hacerlo a la vista de las madres era lo que constituía el principal placer. Te voy a contar una escena que me ha impresionado en gran manera. Imagínate la situación: un crío de pecho en brazos de su madre temblorosa; en torno, unos turcos que acaban de llegar. Los turcos idean un juego divertido: acarician al pequeño, se ríen, para hacerle reír, y lo logran; el pequeño ríe. En ese instante, un turco le apunta con la pistola, a cuatro pulgadas de su carita. El pequeño se ríe alegremente, alarga sus manitas para coger el revólver y, de pronto, el artista aprieta el gatillo apuntándole a la cara y le despedaza la cabecita... Está hecho con arte, ¿no es cierto?
- Hermano, ¿a qué viene todo esto? -preguntó Aliosha
Los días anteriores han sido muy frenéticos y en ese frenesí que Dostoyevski califica de desgarramientos, hemos conocido a la familia Karamázov, a sus criados; a las amadas por estos hombres; hemos conocido la inclinación ascética de Aliosha, el pequeño de los hermanos, que vive en el monasterio de la ciudad y que es el favorito de starets (una especie de santón) Zosima, el cual está punto de morir; hemos asistido a la paliza que el hijo mayor, Dmitri, ha propinado a su padre por una cuestión de faldas delante de sus hermanos; hemos asistido a los ataques de histeria de Katherina Ivánovna, prometida de Dmitri a la cual Dmitri rechaza pues se ha enamorado de una meretriz (la cual a su vez se acuesta con el padre, un lujurioso de tomo y lomo y bufón además y borracho), a quien pretende Ivan hasta que decide irse a Moscú y abandonar sus pretensiones. Todo contado con una gran pasión, arrebatadamente, histéricamente incluso.
Bien, volvamos a la taberna. Tras responder Iván a la pregunta que a Aliosha le interesa -si su hermano cree en Dios- Iván responde de forma extensa y magnífica.
Esta es parte de su argumentación: Él admite la existencia de Dios (a priori)
Iván Karamázov:
[...] Deseaba hablar del sufrimiento de la humanidad en general, pero mejor será que nos detengamos en los sufrimientos de los niños. Así se reduce en unas diez veces el alcance de mi argumentación, pero será mejor que me refiera sólo a los niños. Resultará, desde luego, menos favorable para mí. Pero, en primer lugar, a los niños se los puede amar incluso de cerca, incluso sucios, hasta feos (a mí me parece, sin embargo, que los niños nunca son feos). En segundo lugar no quiero hablar de los adultos porque, a parte de ser repugnantes y no merecer amor, tienen además con qué desquitarse: han comido de la manzana y han entrado en conocimiento del bien y del mal, y se han hecho "semejantes a Dios". Y siguen comiéndola. En cambio, los niños no han comido nada y no son culpables de nada ¿Te gustan los niños, Aliosha? Sé que te gustan, y comprenderás por qué ahora sólo quiero hablar de ellos. Si también sufren horrorosamente en la tierra se debe, claro está, a sus padres: son castigados por sus padres, que se han comido la manzana; ahora bien, éste es un razonamiento del otro mundo; al corazón del hombre, aquí en la tierra, le resulta incomprensible. Un inocente no debe sufrir por otro ¡y menos semejante inocente (se refiere a Cristo)! Asómbrate de mí, Aliosha; también yo quiero con todo el alma a las criaturitas [...] no hace mucho me contaba un búlgaro en Moscú cómo los turcos y los circasianos están cometiendo atrocidades por todo el país, por toda Bulgaria, temiendo un alzamiento en masa de los eslavos; es decir, incendian, matan, violan a mujeres y niñas, clavan a los detenidos a las vallas, metiéndoles los clavos por las orejas, y allí los dejan hasta la mañana siguiente y luego los ahorcan, etcétera; es inimaginable todo lo que pueden llegan a hacer. Se habla a veces de la "fiera" crueldad del hombre, pero esto es terriblemente injusto y ofensivo para las fieras: una fiera no puede ser nunca tan cruel como el hombre, tan artística y refinadamente cruel. El tigre despedaza y devora, otra cosa no sabe hacer. A él ni se le ocurriría clavar a los hombres por las orejas con clavos y dejarlos así toda la noche, no se le ocurriría aunque fuera capaz de hacerlo. Los turcos, en cambio, han torturado sádicamente hasta a los niños, empezando con arrancarlos de las entrañas de la madre con un puñal, hasta arrojar a los niños de pecho para ensartarlos al caer con la punta de la bayoneta en presencia de las madres. El hacerlo a la vista de las madres era lo que constituía el principal placer. Te voy a contar una escena que me ha impresionado en gran manera. Imagínate la situación: un crío de pecho en brazos de su madre temblorosa; en torno, unos turcos que acaban de llegar. Los turcos idean un juego divertido: acarician al pequeño, se ríen, para hacerle reír, y lo logran; el pequeño ríe. En ese instante, un turco le apunta con la pistola, a cuatro pulgadas de su carita. El pequeño se ríe alegremente, alarga sus manitas para coger el revólver y, de pronto, el artista aprieta el gatillo apuntándole a la cara y le despedaza la cabecita... Está hecho con arte, ¿no es cierto?
- Hermano, ¿a qué viene todo esto? -preguntó Aliosha