Heme aquí desnudo. Durante la noche zarandeó el viento unas sábanas que quedaron colgadas a deshora. Yo, joven y dormido, soñaba el ámbito del bosque. Sabía que en las ciudades de los hombres muchos estarían arropados, con el embozo por cima de las barbillas. El hombre pegado al culo caliente de la mujer. La mujer gestando el quinto vástago. Joven aún no sabía que no se pueden contar más que cuatro historias y terminada la cuarta todo vuelve a empezar. No lo sabía. Por eso me desperté en la madrugada. Cogí lápiz y papel y decidí inventar por vez primera la historia del mundo. Y la inventé. Quiero decir: creé espacios, tiempos y circunstancias. La historia volaba por las páginas y me utilizaba a mí como demiurgo y así surgieron campos labrados, montañas altísimas, árboles cuyas copas horadaban el centro del cielo, bóvedas agrietadas a través de cuyas grietas se dejaba vislumbrar el fuego exterior del Mundo; surgieron sonidos y escalas; surgieron diversas formas de la materia e infinidad de combinaciones; surgieron los estados de ánimo y la constelación de las pasiones. Yo apenas descansaba arrastrado por la historia que a sí misma se contaba hasta que de repente, frente a mi ventana, que formaba parte de la casa que la historia del mundo había construido para mí, apareció la figura de una muchacha verde y castaña. Yo no sabía que la contemplación de una mujer podía alterar de tal forma mis sentidos, ni sabía que el palito flácido que tenía entre las piernas, devendría en rama de roble, ni sabía que un deseo calorífico, una especie de calor interno que me hacía gemir, era capaz de empujarme hacia el exterior de mí y hacerme sentir que la historia del mundo que estaba contando no tenía, de repente, el más mínimo interés.
La muchacha verde y castaña estaba iluminada por la luna. Llevaba un vestido que ceñía, cuando el viento se agolpaba en él, unas formas que influían en mis manos y en el ímpetu de mis piernas. La boca de la muchacha se abrió y expulsó un sonido leve como el rocío, intenso como la humedad en las marismas y en un gesto que me pareció al principio excéntrico y más tarde sublime, se levantó el vestido hasta la altura de su vientre justo cuando un rayo hendió en su sexo y me mostró la entrada a una caverna teñida de azul. Enloquecí de pronto. Me castañetearon los dientes. Sólo quise agarrar a la muchacha verde y castaña y jugar con ella hasta morir o deshacerme en agua. Miré la historia del Mundo que me había llevado media noche y me supo a nostalgia y vanidad. Miré mi mano izquierda que había llegado hasta la rama de roble que tenía entre las piernas cuando acarició su yema y todo mi cuerpo exhaló una queja que era al mismo tiempo un grito de la Tierra y sin pensar salí de la casa que la historia del Mundo había construido para mí. La muchacha verde y castaña me observaba correr hacia ella, me jaleó hasta que no nos separaron más que tres zancadas juveniles y entonces, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, huyó de mí, vi cómo escapaba y se perdía en el soto del bosque. Yo la seguí e inventé un nombre para ella. Un nombre que no supe articular. Y así empezaron a pasar los días. Y luego los meses. Y cada vez el paisaje se mostraba más desnudo. El mundo se volvía más frío. La nieve lo cubrió todo. Yo fui envejeciendo. De vez en cuando, a lo lejos, siempre lejos, veía a la muchacha verde y castaña con los brazos en jarras, lloviéndose a sí misma y en cuanto estaba a punto de alcanzarla, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, saltaba, corría, huía de mí. Hasta que un día no pude más. Me paré. Me observé en la delgada película de hielo de un lago y me vi viejo, con larga barba y desdentado. A mis espaldas todo era escarcha. Frente a mí, a una corta distancia, se había sentado la muchacha verde y castaña. Me sorprendió de su gesto cierta ternura. Y me sorprendió su voz cuando me dijo: Has de morir, Viejo. Ahora me toca a mí y abrió sus piernas y parió un jardín y yo morí.
La muchacha verde y castaña estaba iluminada por la luna. Llevaba un vestido que ceñía, cuando el viento se agolpaba en él, unas formas que influían en mis manos y en el ímpetu de mis piernas. La boca de la muchacha se abrió y expulsó un sonido leve como el rocío, intenso como la humedad en las marismas y en un gesto que me pareció al principio excéntrico y más tarde sublime, se levantó el vestido hasta la altura de su vientre justo cuando un rayo hendió en su sexo y me mostró la entrada a una caverna teñida de azul. Enloquecí de pronto. Me castañetearon los dientes. Sólo quise agarrar a la muchacha verde y castaña y jugar con ella hasta morir o deshacerme en agua. Miré la historia del Mundo que me había llevado media noche y me supo a nostalgia y vanidad. Miré mi mano izquierda que había llegado hasta la rama de roble que tenía entre las piernas cuando acarició su yema y todo mi cuerpo exhaló una queja que era al mismo tiempo un grito de la Tierra y sin pensar salí de la casa que la historia del Mundo había construido para mí. La muchacha verde y castaña me observaba correr hacia ella, me jaleó hasta que no nos separaron más que tres zancadas juveniles y entonces, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, huyó de mí, vi cómo escapaba y se perdía en el soto del bosque. Yo la seguí e inventé un nombre para ella. Un nombre que no supe articular. Y así empezaron a pasar los días. Y luego los meses. Y cada vez el paisaje se mostraba más desnudo. El mundo se volvía más frío. La nieve lo cubrió todo. Yo fui envejeciendo. De vez en cuando, a lo lejos, siempre lejos, veía a la muchacha verde y castaña con los brazos en jarras, lloviéndose a sí misma y en cuanto estaba a punto de alcanzarla, ágil como la liebre, inquieta como la gacela, saltaba, corría, huía de mí. Hasta que un día no pude más. Me paré. Me observé en la delgada película de hielo de un lago y me vi viejo, con larga barba y desdentado. A mis espaldas todo era escarcha. Frente a mí, a una corta distancia, se había sentado la muchacha verde y castaña. Me sorprendió de su gesto cierta ternura. Y me sorprendió su voz cuando me dijo: Has de morir, Viejo. Ahora me toca a mí y abrió sus piernas y parió un jardín y yo morí.
Mystic River de Lyonel Feininger (1951)