Hay muchos que insultan.
No me gustan los insultos.
A veces insulto.
A veces no me gusto.
Hay otros que no paran de insultar. No sé por qué hoy he sentido una pena honda que me ha llevado a las lágrimas ante un artículo de un tipo que comparaba a Montilla, presidente de la Generalitat de Catalunya, con el hijo mongólico de la directora de la televisión catalana (pongo mongólico porque no me parece en absoluto ofensivo, quede constancia de ello). Luego se han leído otros comentarios de este tipo en los que seguía insultando y más que indignación, he seguido sintiendo pena y he llorado largamente (todo tiene su por qué científico. Tengo gripe y hoy he tenido fiebre. La fiebre me transporta a lugares extraños, normalmente maravillosos, aguza mucho mi sensibilidad) y me he acordado de Julia en el tercer aniversario de su muerte que no he querido comentar, ni celebrar, ni casi recordar, no sé por qué, sencillamente no he querido y eso que he pensado llamar a Marisol, su sobrina, que tanto se parece a ella y tampoco lo he hecho.
En esas vueltas de la vida, los insultos de ese tipo me han llevado a la bondad de Julia, a su infinita bondad por más que una mujer que no es buena, se empeñara un día en convencerme de que Julia también era mala y ese maniqueísmo, odioso para mí, me dejó tumbado durante unos días y me hizo confundir el Mal con la Perversión.
Yo puedo argumentar un día introduciendo insultos en la argumentación (lo hice en Mística de Mierda y ayer en Tempestad e Ímpetu. Los insultos de ayer los he quitado, tan sólo eran rabia. Los de Mística de Mierda no porque eran una respuesta a los insultos de Clint Eastwood), lo que no me parece en absoluto válido es que el argumento sea el insulto.
Y añado más (aquí quizá entre mi envidia o mi penuria): me parece indecente que por esa retahíla de insultos, alguien cobre (aunque este comentario más que envidioso o penúrico -permítaseme el palabro- sea ingenuo).
Más o menos era esto lo que quería escribir aunque tenga la sensación de que es menos que más.
No me gustan los insultos.
A veces insulto.
A veces no me gusto.
Hay otros que no paran de insultar. No sé por qué hoy he sentido una pena honda que me ha llevado a las lágrimas ante un artículo de un tipo que comparaba a Montilla, presidente de la Generalitat de Catalunya, con el hijo mongólico de la directora de la televisión catalana (pongo mongólico porque no me parece en absoluto ofensivo, quede constancia de ello). Luego se han leído otros comentarios de este tipo en los que seguía insultando y más que indignación, he seguido sintiendo pena y he llorado largamente (todo tiene su por qué científico. Tengo gripe y hoy he tenido fiebre. La fiebre me transporta a lugares extraños, normalmente maravillosos, aguza mucho mi sensibilidad) y me he acordado de Julia en el tercer aniversario de su muerte que no he querido comentar, ni celebrar, ni casi recordar, no sé por qué, sencillamente no he querido y eso que he pensado llamar a Marisol, su sobrina, que tanto se parece a ella y tampoco lo he hecho.
En esas vueltas de la vida, los insultos de ese tipo me han llevado a la bondad de Julia, a su infinita bondad por más que una mujer que no es buena, se empeñara un día en convencerme de que Julia también era mala y ese maniqueísmo, odioso para mí, me dejó tumbado durante unos días y me hizo confundir el Mal con la Perversión.
Yo puedo argumentar un día introduciendo insultos en la argumentación (lo hice en Mística de Mierda y ayer en Tempestad e Ímpetu. Los insultos de ayer los he quitado, tan sólo eran rabia. Los de Mística de Mierda no porque eran una respuesta a los insultos de Clint Eastwood), lo que no me parece en absoluto válido es que el argumento sea el insulto.
Y añado más (aquí quizá entre mi envidia o mi penuria): me parece indecente que por esa retahíla de insultos, alguien cobre (aunque este comentario más que envidioso o penúrico -permítaseme el palabro- sea ingenuo).
Más o menos era esto lo que quería escribir aunque tenga la sensación de que es menos que más.