Un poco pasado el mediodía creyó haberlo vivido todo. No fue indulgente con la vida. No admitió que ni la más cándida de las personas pudiera haber vivido una vida que no fuera insensible, es decir, se matizaba, una vida carente de sentidos y por lo tanto de sensibilidad.
Antes de incorporarse y dejar la sombra que el viejo abedul le había regalado, sacudió con la mano las alas de su sombrero. Se levantó. Se lo caló. Tomó su bastón y echó a caminar por un camino de tierra blanca. Cantó algún zorzal. También la chicharra. En la reverberación del horizonte vio a un conejo atravesar el camino. Parecía llevar prisa. Los conejos, pensó, siempre parecen llevar prisa excepto cuando las luces de un auto los destella y entonces se quedan inmóviles como si fueran ídolos de un tiempo por venir.
Sí, se repitió, lo he vivido todo y sin saber muy bien por qué, esa verdad lo apesadumbró y cayó, mientras el camino ascendía, en un estado más propio de la misantropía que de la tristeza y supo que para alguien que lo observara a la distancia adecuada, él sería la figura que observa reverberar en su horizonte. Reverbero, pensó, eso es todo.