Vuelvo a ti tras el periplo. No quieras saber. Fue largo. Desanduve mis propias creencias y caí de hinojos un amanecer de invierno ante mis pares. Que libré batallas te lo contarán otros; de las heridas las cicatrices son huellas; los amores fueron de burdel y poco más con lo que no es necesario ni siquiera que me confiese ante ti ni ruegue tu perdón; fueron muchas las noches en vela; muchos fueron los vivacs entre vientos furibundos, lluvias tempestuosas o calores tórridos que ni las alimañas eran capaces de soportar, lo que me enseñó que la mayor de todas es el hombre; fuimos atacados por manadas de lobos; soporté la furia de una osa y sus zarpas me dolerán por siempre cuando el tiempo cambie; desperté con la serpiente alrededor de mi cuello a punto de tragarme; descubrí entre la arena de unas playas ignotas que los animales invisibles son los más odiosos y sus llagas se infectan y sus mordeduras son tan horrendas como llamaradas de volcán; del mundo de los mares tan sólo confirmar que ha de estar loco quien fía su alimento y su vida a esos continentes de agua. No embarques nunca si puedes evitarlo. Quédate en tierra aunque la peste ronde cerca porque los mares son territorios del diablo donde la muerte más terrible acecha tras cada ola y los días se revuelven en un mismo olor a vómito y ausencias; te lo digo yo que he recorrido desde los cálidos mares del sur del mundo hasta los gélidos mares del norte donde las orcas se comían a los hombres tras jugar un rato con ellos como si fueran balones.
He vuelto y ya no soy el mismo y aunque no pienso morirme antes de tiempo ni voy a ir en busca de la Parca tampoco deseo permanecer aquí ni un segundo más del necesario porque ya conozco los ciclos y sus tiempos y ni el fuego de San Telmo, ni las auroras boreales, ni las luciérnagas en las selvas del Trópico, ni las voces agudas de los delfines, ni el vuelo majestuoso del cóndor ni las cataratas que llaman de Iguazú, ni la piel azul de unas mujeres, ni las cabezas reducidas que te traigo como ofrenda, ni los millones de gusanos de seda que vi un día, ni los dátiles que comí en un oasis, ni la persecución de cien serpientes contra un lagarto en un desierto del que olvidé el nombre pero no olvidé que el lagarto venció a las cien serpientes, ni la frescura de un coco, ni la belleza de una ermita camino de Santiago, nada de todo ello, te digo, me atrae hacia la vida, ni subyuga mi voluntad de morir en su momento un rezo o una visión ni la palabra de una vieja sabia que me encontré en Méjico una noche en la que no había luna. Ya nada me irrita. Ya nada me calma. Tan sólo te pido que me dejes sentarme en la hamaca para contemplar cómo la luz del día se eleva y declina, una y otra vez, una y otra vez así el humo se eleva siempre y el agua ha de caer.
No estoy viejo. Me quedan fuerzas. Es ternura lo que siento de haber sido como todos el primer hombre y como todos haberme dado cuenta de ello demasiado tarde.
Déjame -aunque sea sacrílego- terminar diciendo Amén.
He vuelto y ya no soy el mismo y aunque no pienso morirme antes de tiempo ni voy a ir en busca de la Parca tampoco deseo permanecer aquí ni un segundo más del necesario porque ya conozco los ciclos y sus tiempos y ni el fuego de San Telmo, ni las auroras boreales, ni las luciérnagas en las selvas del Trópico, ni las voces agudas de los delfines, ni el vuelo majestuoso del cóndor ni las cataratas que llaman de Iguazú, ni la piel azul de unas mujeres, ni las cabezas reducidas que te traigo como ofrenda, ni los millones de gusanos de seda que vi un día, ni los dátiles que comí en un oasis, ni la persecución de cien serpientes contra un lagarto en un desierto del que olvidé el nombre pero no olvidé que el lagarto venció a las cien serpientes, ni la frescura de un coco, ni la belleza de una ermita camino de Santiago, nada de todo ello, te digo, me atrae hacia la vida, ni subyuga mi voluntad de morir en su momento un rezo o una visión ni la palabra de una vieja sabia que me encontré en Méjico una noche en la que no había luna. Ya nada me irrita. Ya nada me calma. Tan sólo te pido que me dejes sentarme en la hamaca para contemplar cómo la luz del día se eleva y declina, una y otra vez, una y otra vez así el humo se eleva siempre y el agua ha de caer.
No estoy viejo. Me quedan fuerzas. Es ternura lo que siento de haber sido como todos el primer hombre y como todos haberme dado cuenta de ello demasiado tarde.
Déjame -aunque sea sacrílego- terminar diciendo Amén.