Es una mujer que hubo de ser guapa o más que guapa, bonita. Tiene el pelo cortado en media melena, muy rizado, castaño claro, peinado con raya ligeramente inclinada a su izquierda. Tendrá unos cuarenta y cinco años algo mal llevados (o llevados con pocas cremas), tiene muchas arrugas y sus labios son finos de edad. Es muy, muy delgada y todo en ella recuerda a una pajarilla bonita pero dejada y cuando cierra los ojos y coloca las dos manos extendidas sobre el bolso, con sus uñas largas y sin pintar y dormita de seguido estación tras estación como si no necesitara en absoluto la vista para saber cuándo ha de bajar, es igualita a un mirlo que anduvo cantando hace un par de veranos en un lugar donde viví.
También es una mujer pero ésta (una real hembra como diría mi tío Carlos) es muy morena, muy salvaje, tiene unas piernas larguísimas, un pecho exuberante (apenas me importa si implantado) y una mirada como acabada, trágica. No tendrá más de treinta y cinco años. Se diría que viene exhausta de algún lugar o que su vida le ha llevado hasta ese momento en el que sentada en ese vagón del metro todo le importa nada y lo único que quisiera es dormir y no soñar.
Un trío de muchachos, entre catorce y dieciséis años, llevan un perro metido en un bolso. No se sabe muy bien el sexo de cada uno de ellos, bueno quizá de uno sí, pero los otros dos son hermosamente hermafroditas. Frente a ellos se sienta un hombre negro bellísimo, con unos ojos de mirar intenso y una boca que muestra una perfecta armadura dental. Tendrá veinticinco años. Lleva una gran cantidad de equipaje, dos mochilas y un macuto militar. Con el viaja una mujer madura, de una mirada verde de alcohólica empedernida, llena de ternura y de curiosidad por todo lo que ocurre alrededor. También lleva equipaje. En un momento él y ella se comparan las venas de los antebrazos. La venas del muchacho son un prodigio de fuerza, de sangre corriendo poderosa. Surgen como largos ríos subterráneos. Las venas de ella son finas, delicadas, azulinas.
También es una mujer pero ésta (una real hembra como diría mi tío Carlos) es muy morena, muy salvaje, tiene unas piernas larguísimas, un pecho exuberante (apenas me importa si implantado) y una mirada como acabada, trágica. No tendrá más de treinta y cinco años. Se diría que viene exhausta de algún lugar o que su vida le ha llevado hasta ese momento en el que sentada en ese vagón del metro todo le importa nada y lo único que quisiera es dormir y no soñar.
Un trío de muchachos, entre catorce y dieciséis años, llevan un perro metido en un bolso. No se sabe muy bien el sexo de cada uno de ellos, bueno quizá de uno sí, pero los otros dos son hermosamente hermafroditas. Frente a ellos se sienta un hombre negro bellísimo, con unos ojos de mirar intenso y una boca que muestra una perfecta armadura dental. Tendrá veinticinco años. Lleva una gran cantidad de equipaje, dos mochilas y un macuto militar. Con el viaja una mujer madura, de una mirada verde de alcohólica empedernida, llena de ternura y de curiosidad por todo lo que ocurre alrededor. También lleva equipaje. En un momento él y ella se comparan las venas de los antebrazos. La venas del muchacho son un prodigio de fuerza, de sangre corriendo poderosa. Surgen como largos ríos subterráneos. Las venas de ella son finas, delicadas, azulinas.