Escena de la flagelación y baile de la bacante desnuda (no sé por qué pongo esta imagen quizá por eso la pongo. Aunque ahora que la veo y lo pienso un poco más: flagelación y baile, tengan una relación inconsciente y clara con lo que he escrito)
A veces la idealización se convierte en una especie de recuerdo embalsamado.
No me acaban de convencer las imágenes como recuerdos ni las fotografías ni los videos. Ambos tienen un aroma de traición, un rasgo perverso que intenta anular la dimensión del tiempo y la selección de los espacios.
Fijaciones.
Me ocurrió hace unos días cuando vi a una persona a la que amé (y a la que amo; curiosamente estoy descubriendo que a todas las personas a las que he amado, las sigo amando. Que yo recuerde en este momento, de ninguna persona ha variado mi sentimiento aunque las circunstancias de la vida me hayan alejado de ella o yo, en mi relación, no haya sabido comportarme con amor) y a la que hacía mucho tiempo que no veía. Durante este tiempo, mi idea de ella se había ido sublimando sobre todo a partir de unos videos de la vida que vivimos juntos. De vez en cuando los ponía y me entraba una nostalgia extraña, una gana grande de llamarla y quedar. Lo perverso de esas imágenes es que están grabadas cuando el tiempo era feliz y por lo tanto lo que destilan es eso, felicidad. Normalmente cuando las cosas van mal dejamos de grabarlas. Lo mismo debiéramos hacer cuando van bien.
Las fotografías y las cámaras de video y cine sólo deberían utilizarse para fijar ficciones.
El tiempo vivido sólo hay que visitarlo con la fuerza de la memoria abstracta. Malos son para el corazón los inventos que congelan el tiempo. Buenos, eso sí, para los investigadores de la historia. Malos porque -al contrario que la memoria abstracta- crean una repetición del mismo hecho una y otra vez (es decir: si yo pongo un video siempre repetirá las mismas acciones) mientras que la memoria abstracta evoca y trae a primer plano cosas diferentes (es decir: si yo recuerdo una momento de mujer con pincel, en ocasiones realzaré el brillo del metal por efecto del sol y en otras el pie descalzo apoyado en la hierba).
Quizás la única excepción que propondría es la del crecimiento de los niños y no tanto para nosotros -que ya los vemos crecer y lo recordamos- sino para ellos que no se vieron creciendo y siempre les resulta sorprendente. A veces mi hija Violeta se ve a sí misma con dos años y exclama, ¡Qué mona es!
Me vino bien ver el otro día a esa persona a la que hacía tiempo que no veía y me hizo recordar que el tiempo pasa y los que fuimos ya no están aunque permanezcamos.