Sobre la impetuosa fuerza de la luna dejó de ser un vagabundo
Dijo: Sea la sal y fue la sal
Dijo: Sea la guerra y fue la guerra
Dijo: Sea la estela y fue la estela
Y así siguió diciendo y fue siendo cuanto pronunciaba
porque sólo se es cuando se pronuncia
Sobre la impetuosa fuerza del sexo dejó de ser consciente
y durante cincuenta lunas
anduvo errante (como encallecido)
hasta que una tarde frente a las rocas afiladas de un acantilado en una isla del Septentrión
descubrió el frío y amó por siempre el ardor del silencio
el gemido del silencio, suave como la perla, orgulloso de su estirpe
Sobre la cima del Monte Ventoso
-donde Petrarca descubrió el Renacimiento-
se arremolinó y fue canción de luna llena
diapasón de Sol
canto de calavera
Dijeron las grullas -se lo dijeron a las lascivas codornices- que lo habían visto deshabitado
desnudo en una escollera
abiertas las piernas y el esternón
y con una sonrisa de ruiseñor en su boca de hiena
No fueron ellas (quizá sí las cigüeñas)
las que -como epitafio a una vida llena de altibajos-
aseguraron haber visto escrito en sus manos la siguiente sentencia:
Pronuncia tu verdadero nombre.
Dijo: Sea la sal y fue la sal
Dijo: Sea la guerra y fue la guerra
Dijo: Sea la estela y fue la estela
Y así siguió diciendo y fue siendo cuanto pronunciaba
porque sólo se es cuando se pronuncia
Sobre la impetuosa fuerza del sexo dejó de ser consciente
y durante cincuenta lunas
anduvo errante (como encallecido)
hasta que una tarde frente a las rocas afiladas de un acantilado en una isla del Septentrión
descubrió el frío y amó por siempre el ardor del silencio
el gemido del silencio, suave como la perla, orgulloso de su estirpe
Sobre la cima del Monte Ventoso
-donde Petrarca descubrió el Renacimiento-
se arremolinó y fue canción de luna llena
diapasón de Sol
canto de calavera
Dijeron las grullas -se lo dijeron a las lascivas codornices- que lo habían visto deshabitado
desnudo en una escollera
abiertas las piernas y el esternón
y con una sonrisa de ruiseñor en su boca de hiena
No fueron ellas (quizá sí las cigüeñas)
las que -como epitafio a una vida llena de altibajos-
aseguraron haber visto escrito en sus manos la siguiente sentencia:
Pronuncia tu verdadero nombre.