Una vez encontré la palabra conticinio. La usé. Conticinio significa: hora de la noche en que reina el silencio.
Me quedo quieto tres días después. El calor. La sensación de torpeza. Los huesos que ya no se desperezan. Los primeros pasos. Ratean.
Resuelvo problemas matemáticos para los que no estoy dotado.
Me voy a la cama tarde. Agotado. Miro desde la puerta del dormitorio las hojas abiertas de la ventana, la que da a la terraza. La luna llena enfrente. La calle iluminada pobremente. Desconsuelo por la ausencia de vida. También por la confusión de un perro que al escuchar la respuesta del eco a sus ladridos, cree que son otros perros quienes le responden y vuelve a ladrar más alto, más fuerte, más veces y el eco, claro, le responde más alto, más fuerte, más veces, en una rueda infinita, desesperada.
En el conticinio ocurre. No debería ocurrir. Ocurre. Diría que se produce un anticonticinio. No dudo. Sólo me suda la espalda y los hombros parecen a punto de caerse por mucho que me yerga en esta era, durante el fin de la civilización occidental que se inició -según cómputo de Spengler El Apocalíptico- con las bases blandengues que estableció Rousseau para una futura sociedad mejor.
Estoy un poco mareado. Siento a veces el impulso -muy fuerte- de θἀνατος. Dejarme llevar por el ligero frío que va inundando mis miembros (como dicen que provoca la muerte por cicuta). Hasta llegar al fondo último. Probablemente ligero como algodón de azúcar.
Conticinio.