Aún no estaba contenta. No sabía cómo desligarse, cómo succionar la historia hasta quedar, ella misma, amnésica porque en el fondo quería más ignorancia que olvido; quería que se secara como se seca una poza surgida tras una tormenta de verano y que a nadie le importa. Lo miraba con desdén, lo miraba con ganas de tirarlo por la ventana. Sólo le detenía el hecho de que le cayera a alguien encima y acabara en la cárcel.
Era cierto que juntos habían visto muchos amaneceres. Cierto que ella lo había cuidado hasta el delirio y que él, de alguna forma, siempre había estado bajo su protección, dejándose hacer, inmóvil.
Una amiga, amante de visiones esotéricas, de largas miras donde no hay nada que mirar, de previsiones a cual más feroz, de borrones y cuentas nuevas le había dicho aquella misma mañana, Arráncalo de cuajo y sácalo de tu vida de una vez. Es la única manera.
Ella dudó un par de días más pero al final, un atardecer, cerca ya de la Semana Santa, fue hasta el balcón, lo arrancó del macetero y sin mirarlo lo tiró al cubo de la basura. Y es cierto, pronto lo olvidó sólo que de vez en cuando el recuerdo de sus flores rojas, lo agreste y basto de su tallo, el olor que desprendía en la noche, lo mucho que alegraba su balcón y los comentarios de su vecina de enfrente que siempre que la veía le decía, ¡Qué lástima de geranio, con lo hermoso que era! le evocaban lo mucho que lo cuidó, lo hermoso que se puso, el orgullo que llegó a sentir por él porque contra viento y marea, contra arañas y gusanos, él había sobrevivido, incluso aguantó una granizada que a ella le sorprendió fuera de la ciudad y que la mantuvo insomne hasta que pudo volver y encontró que el geranio aunque con dos ramas tronchadas seguía allí fuerte, vivo...
A la semana de haberse deshecho de él, ella fue a la peluquería y se cortó su larga cabellera morena. Se miró en el espejo al llegar a su casa. Estaba horrible como el balcón sin el geranio. Estaba sola. Así debía de ser.
Era cierto que juntos habían visto muchos amaneceres. Cierto que ella lo había cuidado hasta el delirio y que él, de alguna forma, siempre había estado bajo su protección, dejándose hacer, inmóvil.
Una amiga, amante de visiones esotéricas, de largas miras donde no hay nada que mirar, de previsiones a cual más feroz, de borrones y cuentas nuevas le había dicho aquella misma mañana, Arráncalo de cuajo y sácalo de tu vida de una vez. Es la única manera.
Ella dudó un par de días más pero al final, un atardecer, cerca ya de la Semana Santa, fue hasta el balcón, lo arrancó del macetero y sin mirarlo lo tiró al cubo de la basura. Y es cierto, pronto lo olvidó sólo que de vez en cuando el recuerdo de sus flores rojas, lo agreste y basto de su tallo, el olor que desprendía en la noche, lo mucho que alegraba su balcón y los comentarios de su vecina de enfrente que siempre que la veía le decía, ¡Qué lástima de geranio, con lo hermoso que era! le evocaban lo mucho que lo cuidó, lo hermoso que se puso, el orgullo que llegó a sentir por él porque contra viento y marea, contra arañas y gusanos, él había sobrevivido, incluso aguantó una granizada que a ella le sorprendió fuera de la ciudad y que la mantuvo insomne hasta que pudo volver y encontró que el geranio aunque con dos ramas tronchadas seguía allí fuerte, vivo...
A la semana de haberse deshecho de él, ella fue a la peluquería y se cortó su larga cabellera morena. Se miró en el espejo al llegar a su casa. Estaba horrible como el balcón sin el geranio. Estaba sola. Así debía de ser.