Hay días -establece P.- que es una gloria comprar siete tomates y un pepino bien hermoso. Puede que el calor acobarde y que la ausencia de lo que estuvo presente se haga dopamínicamente evidente. En este andar a ciegas -establece P.- el desequilibrio no supone necesariamente una amenaza. Por ejemplo dormir con una sábana encima o saber que hay lugares muy pijos donde se ofrecen unos manjares fuera del alcance del común de los mortales. La vida -en esta quietud, en esta monotonía- tiene la gracia de la respuesta del abuelo a la nieta, La vida es lo mismo que cuando te empiezan a hacer cosquillas que al principio dices, No, no, no y al final dices, Más, más, más. Por eso P. sabe que no debe maldecir sino ensalzar mediante el recuerdo de la compra de siete tomates, un pepino hermoso, dos barras de pan y una cerveza la cadencia extraña de vivir y saber que todo el oro del mundo vino del espacio exterior y que toda la pesadumbre que nos aflija tiene un componente importantísimo de electro-química. Establece P. cierta resignación en su meditación y un mucho de compasión para con lo que está sintiendo. Se dice a sí mismo que ha sido un milagro haber podido dejar bien lustrosa la zapatilla deportiva izquierda que llevaba un tiempo con unas manchas en el empeine que le provocaban cierta vergüenza al calzarla. Fue ayer cuando decidió coger el detergente y el estropajo y frotar -suavemente- durante un espacio de tiempo que podríamos calificar de dilatado. El resultado fue que las manchas desaparecieron casi al setenta por ciento -setenta por ciento es el porcentaje que establece P.- lo que de por sí era ya un triunfo con respecto a la suciedad y ahora (ayer de hecho) se calza la zapatilla izquierda con la misma naturalidad con que lo hace con la derecha. No por ello -reconoce P.- deja de tener hoy unas ganas constantes de desahogarse. También al mismo tiempo se pregunta -porque P. siempre establece por oposición como si necesitara el diálogo con otro al modo mayeútico para concretarse en la idea- el por qué de esta congoja y ahí es donde nace la idea electro-química y cierta sensación de injusticia del mundo y de asco hasta el punto que está pensando muy seriamente dejar de comer animales. La sensación de asco del mundo le ha brotado en las entrañas cuando ha leído que un cazador ha matado a Cecil -el león más querido de Zimbabue- por el módico precio de 50.000 €. A Cecil lo engañaron con el cebo de un animal muerto; lo sacaron de la reserva donde vivía a sus anchas, lo asaetearon y tras dos días de agonía lo remataron a balazos. Ese es el asco que siente P. y también genera en él la muerte del león de Zimbabue parte de esta congoja.
Cuando ha llegado a casa P. ha establecido las siguientes prioridades: enfriar la cerveza y los tomates y preguntarse por qué le apena el sacrificio de los animales tanto para el ocio como para la alimentación y no le produce el mismo sentimiento el triturar unos tomates para hacer un buen gazpacho y también investigar qué ocurriría si surgiera este sentimiento de compasión por las hortalizas, si podría llevarle a la muerte por inanición -en caso, establece P., que se volviera un puritano con respecto a su propia moral alimentaria-. Entonces -resuelta la primera de las prioridades- ha decidido encarar la segunda dejando que su mente se concentre resolviendo problemas de ajedrez porque -establece P.- la geometría del tablero y la ilimitada (quizá no infinita) posición de las piezas sobre el mismo son una adecuada analogía del propio laberinto de su ser. Porque sabe -o intuye- que en la aparente serenidad de una posición se suele encontrar una combinación que da al traste con el equilibrio lo que genera una catarsis, una emoción que puede (cierto que es sólo una posibilidad) iluminar una respuesta... una esperanza.
Cuando le suenan las tripas establece P. que es la hora de hacer la comida y decide que dejará que los tomates se sigan refrescando y que cocinará unos huevos fritos con patatas también fritas por mucho que la congoja no le abandona y sabe que hoy es un día para no caer en sensiblerías y sentarse en la sobremesa frente al televisor que es -para él- el gran distractor de la tristeza.
Cuando ha llegado a casa P. ha establecido las siguientes prioridades: enfriar la cerveza y los tomates y preguntarse por qué le apena el sacrificio de los animales tanto para el ocio como para la alimentación y no le produce el mismo sentimiento el triturar unos tomates para hacer un buen gazpacho y también investigar qué ocurriría si surgiera este sentimiento de compasión por las hortalizas, si podría llevarle a la muerte por inanición -en caso, establece P., que se volviera un puritano con respecto a su propia moral alimentaria-. Entonces -resuelta la primera de las prioridades- ha decidido encarar la segunda dejando que su mente se concentre resolviendo problemas de ajedrez porque -establece P.- la geometría del tablero y la ilimitada (quizá no infinita) posición de las piezas sobre el mismo son una adecuada analogía del propio laberinto de su ser. Porque sabe -o intuye- que en la aparente serenidad de una posición se suele encontrar una combinación que da al traste con el equilibrio lo que genera una catarsis, una emoción que puede (cierto que es sólo una posibilidad) iluminar una respuesta... una esperanza.
Cuando le suenan las tripas establece P. que es la hora de hacer la comida y decide que dejará que los tomates se sigan refrescando y que cocinará unos huevos fritos con patatas también fritas por mucho que la congoja no le abandona y sabe que hoy es un día para no caer en sensiblerías y sentarse en la sobremesa frente al televisor que es -para él- el gran distractor de la tristeza.