Madame L. y el señor L. se encaminan por las calles de un Paris lluvioso y templado hacia el cementerio de Père Lachaise. Húmedas las calles. La Seine, río que -como el tiempo- no mira a los hombres, fluye. Los clochards. La misteriosa simetría de la catedral de Notre Dame. Su rosetón. El andar torpe del señor L.. El andar lento de madame L..
Mientras recorren en silencio la rue du Temple camino de la place de la République, el señor L. piensa en los años en que no supieron nada el uno del otro. Once años en silencio y de repente -como siempre, siempre era de repente- el reencuentro fortuito por internet en el último diciembre. Esos once años de ausencia, pensaba el señor L, no habían hecho mella en ellos. Su relación había tenido como eje la ausencia. Sin embargo desde el verano se habían visto ya en cuatro ocasiones, dos veces en Madrid, una en Granada y ahora en París y desde diciembre mantenían una correspondencia epistolar por la cual el señor L. sentía verdadera pasión. Sonríe cuando piensa en la posibilidad de que su enamoramiento apasionado por madame L. tras tantos años fuera debido a su forma de escribir. Porque madame L. expresaba sus emociones, sus estados, los paisajes o sus anhelos en un francés hermoso y certero y esas palabras le llegaban al corazón o al hígado como continentes y tanto si eran dulces como si eran amargas lo inundaban, le hacían sentir, sentir.
Madame L. caminaba unos pasos por delante del señor L.. La lluvia caía sobre su cabello rubio. Era una mujer de cuarenta y seis años, de rostro delgado y gesto melancólico; sus ojos azules y pequeños miraban en ocasiones con el brillo de la vejez; su nariz era larga y dominante y su boca grande, de labios carnosos y suaves; su andar era pausado y todo su cuerpo tendía a la largura; largos los brazos, largo el cuello, el tronco y las piernas largas. Ella no era alta. Madame L. siente a un mismo tiempo sentimientos opuestos. Recuerda cuando le llamó un día de finales de julio. Ella estaba en Granada con sus amigos de siempre. Al despertar una mañana se había acordado de él. No, no era esa la palabra. Al despertar había deseado tenerlo dentro. Entonces le llamó y él acudió. Al unísono -en extraña armonía- siente recelo como si se estuviera advirtiendo de que no debía entregarse por completo y que mediante una sabia mezcla de abandono y entrega su relación con el señor L. podría continuar hasta la muerte. Entonces, sabiéndole unos pasos tras ella, le besa en la imaginación volviéndose hacia él, clavada su mirada en sus grandes y atormentados ojos oscuros, abriendo su boca y uniéndola a la suya.
A la entrada del cementerio de Père Lachaise un cuervo graznó. La lluvia seguía cayendo mansa. Es sábado. Madame L. y el señor L. deciden caminar sin rumbo entre las tumbas, los árboles, muchos de los cuales comienzan a quedarse desnudos, y los graznidos de los cuervos. Se ha hecho el silencio en Paris.
Al principio ambos se distancian, cada uno se detiene en tumbas o panteones diferentes aunque busquen la misma tumba, la de un antepasado de un amigo del señor L.. Luego caminaron hacia la parte alta del cementerio. Fue cuando madame L. sintió la necesidad de visitar las tumbas y los monumentos de los héroes de la Resistencia francesa y de los judíos franceses asesinados en los campos de exterminio de los nazis. Eran las dos de la tarde un sábado en Paris cuando se abrió una brecha en sus memorias.
El alma y la acción de madame L. llevaban años unidas para denunciar la colaboración de los franceses en la persecución de los judíos. Con cierta desesperación madame L. le dice al señor L. ante la tumba del líder comunista Georges Boursais, No entiendo cómo es posible que se haya colocado a este hombre al lado del monumento a los inmigrantes ¿Sabes dónde estaba él durante la Segunda Guerra Mundial? En Alemania, trabajando para los alemanes. Había entonces un servicio de trabajo obligatorio. Él era joven. No le echo la culpa. Todos los hombres mayores de dieciocho años se tenían que ir a trabajar para contribuir a lo que se llamaba el esfuerzo de guerra y Boursais estaba en Alemania, trabajando mientras los inmigrantes a los que se dedica este monumento lucharon aquí, matando a los soldados alemanes. Casi todos fueron fusilados. Muchos otros hicieron lo que fuera para no colaborar con los alemanes como mi abuelo que se envenenó una pierna y lo declararon inútil. No entiendo cómo los han podido poner juntos.
Y así, a medida que madame L. y el señor L. avanzaban entre tumbas y recuerdos, se iba posando en ellos la locura y la muerte, la heroicidad y la traición, la osadía y la mezquindad humanas tallada su memoria en piedra: a N.L. NATZMEIER-STRUHOF 1941-1944 Y SUS 70 KOMMANDOS NACHT UND NEBEL/ NUIT ET BROUILLARD (noche y niebla); DACHAU, monumento a los muertos; ENBURG, monumentos a los muertos; entre ellos, de repente, la tumba de Paul Éluard; MONUMENT AUX VOLONTIERS FRANÇAIS DE BRIGADES INTERNATIONALES ESPAGNE 1936-1939; RAVENSBRUCK, monumento a los muertos; Monumento a LA MÉMOIRE DE TOUS L'ESPAGNOLS MORTS POUR LA LIBERTÉ 1939-1945; MAUTHAUSEN, monumento a los franceses muertos; la tumba de la familia KRACUCKI enterrados los tres bajo la misma lápida. Un cuervo voló bajo entre las tumbas de los héroes y los mártires. Comenzaba a caer la noche. El estupor se fijó en el rostro de madame L. cuando descubrió la tumba de un resistente judío polaco al que ella había tratado años antes en Caen.
Salieron del cementerio de Père Lachaise muy cansados. Tomaron el metro y, como si con ello pudieran dejar atrás un mundo que aún vivía en ellos, volvieron al Quartier Latin y madame L. llevó al señor L. a la Cave de Canette en la rue del mismo nombre, frente a la iglesia de Saint-Sulpice y ella comió unos huevos con jamón a la flamenca y él se bebió dos cervezas y escribió, Nada se puede esperar. Nada se puede aventurar. El tiempo sólo da la razón al tiempo, existe como la miseria y su silencio. Ya sé que la lentitud se encuentra al final de la escapada, ante el último muro cuando ya no hay nada que decidir. Ya he vuelto. Ya no tengo miedo.
Llegaron a la habitación cuando la tarde oscurecía. Tras la muerte y la memoria se amaron; se besaron y sus bocas se buscaron una vez y otra; se acariciaron y sus cuerpos gozaron la ausencia de tortura. El mundo, fuera, seguía girando. La Barbarie era la emperatriz de los humanos pero ellos, en su pequeña habitación del hotel de la rue Victor Cousin, la habían destronado y se amaban.
Mientras recorren en silencio la rue du Temple camino de la place de la République, el señor L. piensa en los años en que no supieron nada el uno del otro. Once años en silencio y de repente -como siempre, siempre era de repente- el reencuentro fortuito por internet en el último diciembre. Esos once años de ausencia, pensaba el señor L, no habían hecho mella en ellos. Su relación había tenido como eje la ausencia. Sin embargo desde el verano se habían visto ya en cuatro ocasiones, dos veces en Madrid, una en Granada y ahora en París y desde diciembre mantenían una correspondencia epistolar por la cual el señor L. sentía verdadera pasión. Sonríe cuando piensa en la posibilidad de que su enamoramiento apasionado por madame L. tras tantos años fuera debido a su forma de escribir. Porque madame L. expresaba sus emociones, sus estados, los paisajes o sus anhelos en un francés hermoso y certero y esas palabras le llegaban al corazón o al hígado como continentes y tanto si eran dulces como si eran amargas lo inundaban, le hacían sentir, sentir.
Madame L. caminaba unos pasos por delante del señor L.. La lluvia caía sobre su cabello rubio. Era una mujer de cuarenta y seis años, de rostro delgado y gesto melancólico; sus ojos azules y pequeños miraban en ocasiones con el brillo de la vejez; su nariz era larga y dominante y su boca grande, de labios carnosos y suaves; su andar era pausado y todo su cuerpo tendía a la largura; largos los brazos, largo el cuello, el tronco y las piernas largas. Ella no era alta. Madame L. siente a un mismo tiempo sentimientos opuestos. Recuerda cuando le llamó un día de finales de julio. Ella estaba en Granada con sus amigos de siempre. Al despertar una mañana se había acordado de él. No, no era esa la palabra. Al despertar había deseado tenerlo dentro. Entonces le llamó y él acudió. Al unísono -en extraña armonía- siente recelo como si se estuviera advirtiendo de que no debía entregarse por completo y que mediante una sabia mezcla de abandono y entrega su relación con el señor L. podría continuar hasta la muerte. Entonces, sabiéndole unos pasos tras ella, le besa en la imaginación volviéndose hacia él, clavada su mirada en sus grandes y atormentados ojos oscuros, abriendo su boca y uniéndola a la suya.
A la entrada del cementerio de Père Lachaise un cuervo graznó. La lluvia seguía cayendo mansa. Es sábado. Madame L. y el señor L. deciden caminar sin rumbo entre las tumbas, los árboles, muchos de los cuales comienzan a quedarse desnudos, y los graznidos de los cuervos. Se ha hecho el silencio en Paris.
Al principio ambos se distancian, cada uno se detiene en tumbas o panteones diferentes aunque busquen la misma tumba, la de un antepasado de un amigo del señor L.. Luego caminaron hacia la parte alta del cementerio. Fue cuando madame L. sintió la necesidad de visitar las tumbas y los monumentos de los héroes de la Resistencia francesa y de los judíos franceses asesinados en los campos de exterminio de los nazis. Eran las dos de la tarde un sábado en Paris cuando se abrió una brecha en sus memorias.
El alma y la acción de madame L. llevaban años unidas para denunciar la colaboración de los franceses en la persecución de los judíos. Con cierta desesperación madame L. le dice al señor L. ante la tumba del líder comunista Georges Boursais, No entiendo cómo es posible que se haya colocado a este hombre al lado del monumento a los inmigrantes ¿Sabes dónde estaba él durante la Segunda Guerra Mundial? En Alemania, trabajando para los alemanes. Había entonces un servicio de trabajo obligatorio. Él era joven. No le echo la culpa. Todos los hombres mayores de dieciocho años se tenían que ir a trabajar para contribuir a lo que se llamaba el esfuerzo de guerra y Boursais estaba en Alemania, trabajando mientras los inmigrantes a los que se dedica este monumento lucharon aquí, matando a los soldados alemanes. Casi todos fueron fusilados. Muchos otros hicieron lo que fuera para no colaborar con los alemanes como mi abuelo que se envenenó una pierna y lo declararon inútil. No entiendo cómo los han podido poner juntos.
Y así, a medida que madame L. y el señor L. avanzaban entre tumbas y recuerdos, se iba posando en ellos la locura y la muerte, la heroicidad y la traición, la osadía y la mezquindad humanas tallada su memoria en piedra: a N.L. NATZMEIER-STRUHOF 1941-1944 Y SUS 70 KOMMANDOS NACHT UND NEBEL/ NUIT ET BROUILLARD (noche y niebla); DACHAU, monumento a los muertos; ENBURG, monumentos a los muertos; entre ellos, de repente, la tumba de Paul Éluard; MONUMENT AUX VOLONTIERS FRANÇAIS DE BRIGADES INTERNATIONALES ESPAGNE 1936-1939; RAVENSBRUCK, monumento a los muertos; Monumento a LA MÉMOIRE DE TOUS L'ESPAGNOLS MORTS POUR LA LIBERTÉ 1939-1945; MAUTHAUSEN, monumento a los franceses muertos; la tumba de la familia KRACUCKI enterrados los tres bajo la misma lápida. Un cuervo voló bajo entre las tumbas de los héroes y los mártires. Comenzaba a caer la noche. El estupor se fijó en el rostro de madame L. cuando descubrió la tumba de un resistente judío polaco al que ella había tratado años antes en Caen.
Salieron del cementerio de Père Lachaise muy cansados. Tomaron el metro y, como si con ello pudieran dejar atrás un mundo que aún vivía en ellos, volvieron al Quartier Latin y madame L. llevó al señor L. a la Cave de Canette en la rue del mismo nombre, frente a la iglesia de Saint-Sulpice y ella comió unos huevos con jamón a la flamenca y él se bebió dos cervezas y escribió, Nada se puede esperar. Nada se puede aventurar. El tiempo sólo da la razón al tiempo, existe como la miseria y su silencio. Ya sé que la lentitud se encuentra al final de la escapada, ante el último muro cuando ya no hay nada que decidir. Ya he vuelto. Ya no tengo miedo.
Llegaron a la habitación cuando la tarde oscurecía. Tras la muerte y la memoria se amaron; se besaron y sus bocas se buscaron una vez y otra; se acariciaron y sus cuerpos gozaron la ausencia de tortura. El mundo, fuera, seguía girando. La Barbarie era la emperatriz de los humanos pero ellos, en su pequeña habitación del hotel de la rue Victor Cousin, la habían destronado y se amaban.