Es al entrar. La sala iluminada de blanco no ayuda a lo que va a pasar. Son luces de neón. No sabe si previamente hay una mirada. No sabe si quedó el amor colgado en el último encuentro. Sí, la palabra amor está bien utilizada.
No se dicen nada. Transcurre el tiempo como siempre. Es posible que haya empezado a levantarse una brisa que trae esos aromas de una primavera anticipada y que provocan una especie de felicidad de planta que crece, de solicitud de sol, de caricia, sí, de caricia.
Es el pelo de ella y es la mano de él. Es su pecho que se muestra bajo el jersey y el pecho de él que respira hondo y sano. Es la curva de su cuello. Es el principio de su nuez. Es la tersura de la piel de ella y la fragancia que hoy él exhala.
Cuando termina el trabajo, se miran. Todos, conjurados por su destino, se van yendo y se quedan solos. Se acerca a ella y le ayuda a ponerse el abrigo. Ella sonríe a sus ojos. Él sonríe a su boca. Vuelven a mirarse. No se han dicho nada. Ya se dijeron todo estas semanas sin decirse nada. Aparta un mechón de cabello de su boca. Inclina su cabeza. Se ofrece ella. Se besan.
La tarde anochece. Se han cogido de la mano. Son una pareja más en la ciudad. Pasean y apenas hablan. Tan sólo son sus pieles las que están conversando. El palpitar del corazón de él se va atenuando. Le comenta, entonces sí, que siempre es mejor besarse antes de cenar en la primera cita. Lo dice Woody Allen en Annie Hall. Ríen. Se vuelven a besar. En la iglesia de San Francisco dan las nueve.
Entran en un pequeño restaurante en la Plaza de la Paja que ella conoce. Beben vino oscuro. Comen frugalmente. Frente a frente. Sólo están ellos. Sigue, fuera, el aroma invernal con primavera.
Estoy cansada, dice ella. La acompaña hasta su casa. Se besan por última vez al pie de la escalera.
Él camina por la calle hasta el coche. No pone la radio. Tan sólo deja que su pensamiento se relaje. Ráfagas de imágenes corretean. De pronto la nada se instala. Se diría que incluso el coche se conduce solo. Hay una luna creciente que sale justo ahora. Pestañea un par de veces. Ya ha llegado.
Ya he llegado.
No se dicen nada. Transcurre el tiempo como siempre. Es posible que haya empezado a levantarse una brisa que trae esos aromas de una primavera anticipada y que provocan una especie de felicidad de planta que crece, de solicitud de sol, de caricia, sí, de caricia.
Es el pelo de ella y es la mano de él. Es su pecho que se muestra bajo el jersey y el pecho de él que respira hondo y sano. Es la curva de su cuello. Es el principio de su nuez. Es la tersura de la piel de ella y la fragancia que hoy él exhala.
Cuando termina el trabajo, se miran. Todos, conjurados por su destino, se van yendo y se quedan solos. Se acerca a ella y le ayuda a ponerse el abrigo. Ella sonríe a sus ojos. Él sonríe a su boca. Vuelven a mirarse. No se han dicho nada. Ya se dijeron todo estas semanas sin decirse nada. Aparta un mechón de cabello de su boca. Inclina su cabeza. Se ofrece ella. Se besan.
La tarde anochece. Se han cogido de la mano. Son una pareja más en la ciudad. Pasean y apenas hablan. Tan sólo son sus pieles las que están conversando. El palpitar del corazón de él se va atenuando. Le comenta, entonces sí, que siempre es mejor besarse antes de cenar en la primera cita. Lo dice Woody Allen en Annie Hall. Ríen. Se vuelven a besar. En la iglesia de San Francisco dan las nueve.
Entran en un pequeño restaurante en la Plaza de la Paja que ella conoce. Beben vino oscuro. Comen frugalmente. Frente a frente. Sólo están ellos. Sigue, fuera, el aroma invernal con primavera.
Estoy cansada, dice ella. La acompaña hasta su casa. Se besan por última vez al pie de la escalera.
Él camina por la calle hasta el coche. No pone la radio. Tan sólo deja que su pensamiento se relaje. Ráfagas de imágenes corretean. De pronto la nada se instala. Se diría que incluso el coche se conduce solo. Hay una luna creciente que sale justo ahora. Pestañea un par de veces. Ya ha llegado.
Ya he llegado.