Ayer, al caer la noche sobre el camino, descubrió en una huella de mamífero el rastro de una lombriz. De inmediato un murciélago empezó a revolotear sobre su cabeza -y por ende sobre la tierra del camino- y dedujo que los nombres y los verbos son menos manipulables que los adjetivos. No le dio más importancia al pensamiento. Quería seguir caminando junto a su perra que estaba muy cansada tras haber corrido arriba y abajo en su afán por atrapar una pelota de tenis. El silencio le decía demasiadas cosas. Le venía a la cabeza la definición que al alma daba Teresa de Ávila, La loca de la casa la llamaba. El silencio le susurró que lo que entonces se llamaba alma ahora se llama mente y que los científicos no hacen sino lo que hacían los viejos sacerdotes de la ciudad-hierática de Uruk: ser los mediadores entre el macrocosmos de los Universos y los Dioses y el microcosmos de un hombre.
Se había levantado una brisa que quizá estuviera anunciando el final del verano. Temió que al llegar a su casa -que estaba en un pueblo pobre entre gentes humildes- el ruido la llagara hasta el extremo de dejarla triste. Echó cuentas y dedujo que aún no estaba premenstrual y que por lo tanto esa nostalgia que sentía por el mar, esa sensación de distancia que le llegaba a doler no tenía que ver con el estado que solía acecharle cuando el útero exigía ser vaciado. Ojalá lloviera, pensó y colocó las palmas de las manos hacia arriba como si con ese gesto, que es el gesto universal de la plegaria, pudiera provocar el conciliábulo de las nubes sobre su cabeza. No ocurrió así. El aire, sin embargo, olía a petricor -la sangre de las piedras- y dedujo que quizás en las cimas de las montañas, hacía apenas unos minutos, había caído un chaparrón y los buenos alisios habían transportado hasta ella esa sensación húmeda que provoca el olor de la tierra recién mojada por la lluvia tras tantos meses seca. Su perra se animó con el olor y movió el rabo delante de ella. Ambas rieron -o para no sobrepasar lo real: ella rió y la perra pareció hacerlo-. Entre la maleza se escuchó una carrera. Llegaron al principio del camino donde ella había aparcado el coche y cuando tomó la carretera que le llevaría hasta su pueblo, empezó a llorar como si sintiera por primera vez en su cuerpo la palabra congoja.
Se había levantado una brisa que quizá estuviera anunciando el final del verano. Temió que al llegar a su casa -que estaba en un pueblo pobre entre gentes humildes- el ruido la llagara hasta el extremo de dejarla triste. Echó cuentas y dedujo que aún no estaba premenstrual y que por lo tanto esa nostalgia que sentía por el mar, esa sensación de distancia que le llegaba a doler no tenía que ver con el estado que solía acecharle cuando el útero exigía ser vaciado. Ojalá lloviera, pensó y colocó las palmas de las manos hacia arriba como si con ese gesto, que es el gesto universal de la plegaria, pudiera provocar el conciliábulo de las nubes sobre su cabeza. No ocurrió así. El aire, sin embargo, olía a petricor -la sangre de las piedras- y dedujo que quizás en las cimas de las montañas, hacía apenas unos minutos, había caído un chaparrón y los buenos alisios habían transportado hasta ella esa sensación húmeda que provoca el olor de la tierra recién mojada por la lluvia tras tantos meses seca. Su perra se animó con el olor y movió el rabo delante de ella. Ambas rieron -o para no sobrepasar lo real: ella rió y la perra pareció hacerlo-. Entre la maleza se escuchó una carrera. Llegaron al principio del camino donde ella había aparcado el coche y cuando tomó la carretera que le llevaría hasta su pueblo, empezó a llorar como si sintiera por primera vez en su cuerpo la palabra congoja.
La mer orangeuse de Gustave Courbet