Ayer fui al lago.
En el calladísimo fin de semana.
Alterada una percepción. No una derrota.
También alteré la rutina. Luego pensé: Hay veces en que hay que alterar la rutina. Y también (hoy): Qué deliciosa melancolía tengo.
Ayer escribí en el lago y bebí una cerveza. Era por la tarde. Tan callada la tarde.
Y así escucho temas de desamor, de ausencias. Y también: un dolor muy antiguo, de cuando tenía diecisiete años y me tenía que levantar a las seis de la mañana porque la zona lumbar se inflamaba al estar tumbado. Me impedía respirar y dormir. Mi padre se levantaba para ir a trabajar y me veía en el sillón y me preguntaba cómo estaba. A mí me dolía. Como esta noche. Iré a nadar hoy.
Ayer fui al lago. La noche anterior tuve insomnio. Me terminé el tercer tomo de la novela Los juegos del hambre (que me había recomendado mi hija Violeta) y me puse a llorar con una tristeza inmensa por el dolor de la novela, por el dolor intensísimo que tuvo que soportar Violeta, a sus trece años, leyendo semejante desolación. Me quedé sentado, escuchando lo extraño del ruido de la noche, la cualidad de fantasma que posee. Me fui tarde a la cama, a eso de las seis y me levanté a las diez porque ya el dolor en las lumbares se iniciaba; ese dolor de mi juventud.
Ayer fui lago para ver a una mujer brasileira que no estaba y escribí: sopla una brisa ligera como imagen impresa en superficie de plata, pulida hasta ser espejo. La casa sí está. No suelen irse las casas [...] Cuatro tonos de gris tiene el lago. [...] Conversaciones pequeñas.
Al pensar en daguerrotipo pensé en Elena.
Al sentir el dolor de espalda pensé en mi padre.
Ayer fui al lago y hoy estaba levantado a las seis de la mañana. Aún era la noche. Perezosa la mañana se ha ido haciendo hueco. He ido sintiendo cómo la posición sedente relajaba el dolor. La vieja solución de permanecer sentado fumando un cigarrillo y leyendo.
¡Qué cariñosa melancolía acaricia mi estómago y me llega hasta los ojos!
Porque ayer fui al lago. Porque ayer era largo.