Laocoonte y sus hijos (detalle)
La angustia de Laocoonte se produce cuando las serpientes Caribea y Porce emergen de las aguas y devoran a sus hijos. Laocoonte se lanza a luchar contras las serpientes y también resulta devorado. Este hecho luctuoso ocurre durante la guerra de Troya y lo cuenta Virgilio en la Eneida.
§ 46
Es evidente que Laocoonte, en el célebre grupo escultórico, no grita, y la sorpresa general, siempre recurrente, que esto causa proviene de que, en su situación, todos gritaríamos. Así lo exige también la naturaleza, pues en el dolor físico más agudo y en la angustia corporal más intensa, cuando ésta se presenta de manera súbita, toda reflexión, que en otras circunstancias podría aconsejarnos una resignación silenciosa, queda enteramente suprimida de la conciencia, y la naturaleza se desahoga gritando; con los gritos expresa a la vez el dolor y la angustia, llama a quien pueda salvarla y espanta al agresor. Ya Winckelmann echó en falta la expresión del grito, pero en su deseo de justificar al artista hizo realmente de Laocoonte un estoico que no consideraba acorde con su dignidad gritar secundum natura, añadiendo al dolor la inútil coacción de reprimir su exteriorización. Por eso, Winckelmann ve en Laocoonte el espíritu probado de un gran hombre que se enfrenta a su martirio y trata de reprimir la expresión de sus sensaciones y ahogarla dentro de sí; no prorrumpe en grandes gritos, como ocurre en Virgilio, sino que sólo se le escapan suspiros de angustia. Lessing criticó esta opinión de Winckelmann en su Laocoonte: sustituyó la razón psicológica por la puramente estética: la belleza, es decir, el principio del arte antiguo, no admite la expresión del grito. Lessing añade otro argumento: un estado totalmente pasajero e incapaz de prolongarse no debe ser representado en una obra de arte inmutable. [...]
No puedo menos de sorprenderme de ver cómo hombres tan reflexivos y perspicaces se han esforzado tan penosamente y han ido a buscar tan lejos razones insuficientes, argumentos psicológicos y hasta fisiológicos para explicar un asunto cuya razón está muy próxima y es evidente para el espectador imparcial. [...]
Antes de cualquier investigación psicológica y fisiológica sobre si Laocoonte en su situación gritaría o no (cuestión a la que yo respondería de manera absolutamente afirmativa), hay que empezar declarando que la acción del grito no puede ser representada en el grupo [escultórico] que nos ocupa por la sencilla razón de que su representación cae fuera del dominio de la escultura. No se puede representar en mármol a un Laocoonte que grita; a lo sumo se le podría haber representado abriendo la boca e intentando gritar sin resultado, un Laocoonte cuya voz se ahoga en su garganta, vox faucibus haesit (Virgilio, Eneida, 2, 774). La esencia, y por consiguiente, también el efecto del grito en el espectador consiste exclusivamente en el sonido, y no en estar con la boca abierta. Este último fenómeno, inseparable del grito, ha de estar motivado y justificado por el sonido que lo ha producido; entonces es aceptable y hasta necesario como característica de la acción, aunque perjudique la belleza. Pero sucede que en las artes plásticas la representación del grito es totalmente extraña e imposible; además, la condición del grito, esa abertura violenta de la boca que trastorna las facciones y el resto de la expresión, sería realmente incomprensible; pues entonces, y al precio de muchos sacrificios, tendríamos ante nosotros el medio, mientras que el fin, es decir, el grito mismo, junto con su efecto en el ánimo, quedaría inexpresado. Es más: se produciría de este modo el espectáculo siempre ridículo de un esfuerzo fracasado.
§ 46
Es evidente que Laocoonte, en el célebre grupo escultórico, no grita, y la sorpresa general, siempre recurrente, que esto causa proviene de que, en su situación, todos gritaríamos. Así lo exige también la naturaleza, pues en el dolor físico más agudo y en la angustia corporal más intensa, cuando ésta se presenta de manera súbita, toda reflexión, que en otras circunstancias podría aconsejarnos una resignación silenciosa, queda enteramente suprimida de la conciencia, y la naturaleza se desahoga gritando; con los gritos expresa a la vez el dolor y la angustia, llama a quien pueda salvarla y espanta al agresor. Ya Winckelmann echó en falta la expresión del grito, pero en su deseo de justificar al artista hizo realmente de Laocoonte un estoico que no consideraba acorde con su dignidad gritar secundum natura, añadiendo al dolor la inútil coacción de reprimir su exteriorización. Por eso, Winckelmann ve en Laocoonte el espíritu probado de un gran hombre que se enfrenta a su martirio y trata de reprimir la expresión de sus sensaciones y ahogarla dentro de sí; no prorrumpe en grandes gritos, como ocurre en Virgilio, sino que sólo se le escapan suspiros de angustia. Lessing criticó esta opinión de Winckelmann en su Laocoonte: sustituyó la razón psicológica por la puramente estética: la belleza, es decir, el principio del arte antiguo, no admite la expresión del grito. Lessing añade otro argumento: un estado totalmente pasajero e incapaz de prolongarse no debe ser representado en una obra de arte inmutable. [...]
No puedo menos de sorprenderme de ver cómo hombres tan reflexivos y perspicaces se han esforzado tan penosamente y han ido a buscar tan lejos razones insuficientes, argumentos psicológicos y hasta fisiológicos para explicar un asunto cuya razón está muy próxima y es evidente para el espectador imparcial. [...]
Antes de cualquier investigación psicológica y fisiológica sobre si Laocoonte en su situación gritaría o no (cuestión a la que yo respondería de manera absolutamente afirmativa), hay que empezar declarando que la acción del grito no puede ser representada en el grupo [escultórico] que nos ocupa por la sencilla razón de que su representación cae fuera del dominio de la escultura. No se puede representar en mármol a un Laocoonte que grita; a lo sumo se le podría haber representado abriendo la boca e intentando gritar sin resultado, un Laocoonte cuya voz se ahoga en su garganta, vox faucibus haesit (Virgilio, Eneida, 2, 774). La esencia, y por consiguiente, también el efecto del grito en el espectador consiste exclusivamente en el sonido, y no en estar con la boca abierta. Este último fenómeno, inseparable del grito, ha de estar motivado y justificado por el sonido que lo ha producido; entonces es aceptable y hasta necesario como característica de la acción, aunque perjudique la belleza. Pero sucede que en las artes plásticas la representación del grito es totalmente extraña e imposible; además, la condición del grito, esa abertura violenta de la boca que trastorna las facciones y el resto de la expresión, sería realmente incomprensible; pues entonces, y al precio de muchos sacrificios, tendríamos ante nosotros el medio, mientras que el fin, es decir, el grito mismo, junto con su efecto en el ánimo, quedaría inexpresado. Es más: se produciría de este modo el espectáculo siempre ridículo de un esfuerzo fracasado.