Volupté de Francis Picabia
La tarde anterior se había acostado con ella. Le gustaba su delgadez y su boca. Cómo le mordía el cuello le gustaba. Se iban enredando. Calladamente. Al día siguiente le solían doler los pectorales y partes del cuello, las partes donde ella había mordido y le quedaba durante horas el olor de su cuerpo. Ella se fue por la mañana con la sonrisa puesta y el pelo suelto. El día era luminoso y no muy frío. En la soledad se dejó llevar por la indolencia y cierta sensación de voluptuosidad. Leyó a Robert Louis Stevenson, el libro con sus Cuentos Completos que tenía una portada muy hermosa con la reproducción de Calma chicha, ocaso en la ensenada de Exmouth pintado por Francis Danby en 1855. La contemplación del cuadro le sugirió las caderas de ella, la tarde anterior, en un momento en el que ella se sentó, desnuda y abiertas las piernas, y le dijo, Quédate quieto, voy a ser mala. Y fue mala. Leyó un rato, justo durante el tiempo en el que el sol entraba en la sala y caía sobre su sexo; ese calor le empujó a bañarse y a masturbarse pensando en la tarde anterior junto a ella, sobre ella, dentro de ella. Luego dio un paseo por las calles desiertas a la hora de la comida. Se sentía maduro. De hecho, lo pensó exactamente así, Me siento maduro. Caminaba con ligereza y dejaba que los colores del invierno fueran entrando en él así como le llegaba el olor de la encina de una chimenea. Anduvo por calles estrechas. Escuchó el ladrido del perro que siempre le saludaba al pasar. Se detuvo para contemplar el fondo de montañas, alguna ligeramente coronada de blanco y en el tono verde de una parte del cielo creyó ver la tonalidad de los ojos de ella, la tarde anterior cuando estaba siendo mala. Sonrió. Decidió volver a su casa. Se sentó en el sofá después de haber comido y bebido el vino que no se habían terminado la tarde anterior y se quedó dormido. Al despertar sentía la belleza no como un ente abstracto, no como un tema de discusión sino la belleza bruta, la belleza del mundo, objetivamente bello, se dijo y ese pensamiento interior que expresó de inmediato en voz alta, le llevó hasta la cocina, se hizo un café y mientras lo bebía decidió entrar en su correo electrónico y como suele ocurrir, se puso a navegar por la red y en su navegación llegó a una página que se llamaba El cuadro más bello del mundo y durante horas estuvo deleitándose con modelos, escenas campestres, temas mitológicos, desnudos, marinas, estaciones de tren, ocasos, veleros, casas, ciudades, ríos, montes nevados, calles atestadas de gentes, patinadores, troncos de árboles, abstracciones, bosques enteros, marineros, puertos, restaurantes, bebedores, besos, parejas, verjas, parques, bañistas, forjas, trajes, bailes, teatros, campanas, torres, faros, vigías, buques o búcaros. Y esa contemplación de la pintura, ese deleitarse con las pinceladas de los pintores y sus infinitas apreciaciones de la forma y el color, esa exaltación y esa voluptuosidad (que se seguía manteniendo desde la mañana) le parecía que se había gestado la tarde anterior cuando estuvo con ella, amándose con ella, disfrutando a través de ella su propia belleza. Porque sentía que ambos habían compuesto un cuadro la tarde anterior y que el resultado lógico de aquella composición no podía ser otro que la contemplación de la pintura. Se vio -a ella y a él- fijos para siempre (dure lo que sea semejante adverbio intemporal), abrazados, jadeándose, con las bocas a punto de besarse y el brillo de un maestro en los ojos que se miran.