Los meses siguientes a nuestro rencuentro en el Hotel Victoria fueron extraños. Ahora que lo pienso me ocurrió una sensación que no supe analizar hasta mucho tiempo después, justo hasta esta mañana, tras la conversación que mantuve con Olmo y que aún no he contado, y era ésta que aunque le vi más veces y hablé con él por el móvil con asiduidad, lo sentí más distante, mejor más ausente, que cuando estuvimos seis meses sin saber absolutamente nada el uno del otro.
Baste como ejemplo lo que me ocurrió con Gema, en realidad lo que me ocurrió con Olmo. Porque cuando le veía sentía un cambio que me alejaba de él. Desde el momento en que Constance irrumpió en su vida se volvió, cómo decirlo, más feliz... y no hay cosa más sosa que la felicidad. Yo quería a Olmo por su compañerismo, por su agresividad, por su locura, porque era un tipo junto al que me había puesto el mundo por montera y habíamos renegado de cualquier tipo de bondad. Nosotros éramos unos kamikazes; más: éramos unos yakuzas. Miembros imaginarios de una mafia que estaba dispuesta a reventar el mundo para conseguir sus fines. Constance cambió a Olmo. Los primeros meses lo entendí como el encoñamiento propio de haber conseguido a la hembra que se desea. Estaba bien. No había nada que decir. Se metía menos. Bebía menos. Salía menos por las noches. Hacíamos más deporte, eso sí. Me hice socio de un club de padel y cuando Olmo paraba por mi ciudad, echábamos las mañanas dándole a la raqueta y yo mirando a ver si veía bragas o conseguía tirarme a alguna (cosa que por supuesto ocurrió).
La distancia que se había abierto entre Olmo y yo repercutió en mi relación con Gema. Mientras tuve el contrapeso de Olmo, pude llevar con indiferencia mi matrimonio. Nada me alteraba. Fue tras el nacimiento de Javi cuando las cosas empezaron a ponerse jodidas. Gema había tenido un parto difícil y se encontraba débil. Se pasaba días en la cama con fuertes dolores de cabeza, dolores que provocaban que su cuerpo se hinchara hasta el extremo de que su rostro llegaba a desfigurarse. Un día llegué a pensar que esa indiferencia había sido posible tan sólo porque Gema estaba buena y de vez en cuando tenía ganas de follármela (ganas que ella nunca rechazaba). Mi irascibilidad empezó a subir cuando me rechazó varias veces. Un día estuve a punto de...
Entonces llamé a Olmo. Estaba en Barcelona, con Constance, por supuesto. No puede evitar el sarcasmo de decirle: ¡Qué constancia la de Constance! No respondió. El silencio en la línea se hizo inmenso. Sentí terror de perderle para siempre, de no volver a oír su voz. Hablé de nuevo yo, ¿Estás ahí? Y Olmo respondió, Cada vez menos. Y colgó. Aquella noche me cogí una descomunal. A la salida de un after ilegal me desvalijaron y me dieron unas cuantas hostias. Vi a Olmo dos semanas después. Jugamos al padel. Nos sentamos en la terraza del club y, como si la conversación de hacía dos semanas no hubiera tenido lugar, le conté, como cuento yo las cosas, lo que me estaba ocurriendo con Gema. Olmo me miró -yo diría que con tristeza o compasión-, se levantó y me dijo sin la más mínima insolencia: Eres un hijo de puta.
La siguiente noticia que tuve de él fue seis meses más tarde. Me enviaba la invitación de boda de su próximo enlace con Constance.
Baste como ejemplo lo que me ocurrió con Gema, en realidad lo que me ocurrió con Olmo. Porque cuando le veía sentía un cambio que me alejaba de él. Desde el momento en que Constance irrumpió en su vida se volvió, cómo decirlo, más feliz... y no hay cosa más sosa que la felicidad. Yo quería a Olmo por su compañerismo, por su agresividad, por su locura, porque era un tipo junto al que me había puesto el mundo por montera y habíamos renegado de cualquier tipo de bondad. Nosotros éramos unos kamikazes; más: éramos unos yakuzas. Miembros imaginarios de una mafia que estaba dispuesta a reventar el mundo para conseguir sus fines. Constance cambió a Olmo. Los primeros meses lo entendí como el encoñamiento propio de haber conseguido a la hembra que se desea. Estaba bien. No había nada que decir. Se metía menos. Bebía menos. Salía menos por las noches. Hacíamos más deporte, eso sí. Me hice socio de un club de padel y cuando Olmo paraba por mi ciudad, echábamos las mañanas dándole a la raqueta y yo mirando a ver si veía bragas o conseguía tirarme a alguna (cosa que por supuesto ocurrió).
La distancia que se había abierto entre Olmo y yo repercutió en mi relación con Gema. Mientras tuve el contrapeso de Olmo, pude llevar con indiferencia mi matrimonio. Nada me alteraba. Fue tras el nacimiento de Javi cuando las cosas empezaron a ponerse jodidas. Gema había tenido un parto difícil y se encontraba débil. Se pasaba días en la cama con fuertes dolores de cabeza, dolores que provocaban que su cuerpo se hinchara hasta el extremo de que su rostro llegaba a desfigurarse. Un día llegué a pensar que esa indiferencia había sido posible tan sólo porque Gema estaba buena y de vez en cuando tenía ganas de follármela (ganas que ella nunca rechazaba). Mi irascibilidad empezó a subir cuando me rechazó varias veces. Un día estuve a punto de...
Entonces llamé a Olmo. Estaba en Barcelona, con Constance, por supuesto. No puede evitar el sarcasmo de decirle: ¡Qué constancia la de Constance! No respondió. El silencio en la línea se hizo inmenso. Sentí terror de perderle para siempre, de no volver a oír su voz. Hablé de nuevo yo, ¿Estás ahí? Y Olmo respondió, Cada vez menos. Y colgó. Aquella noche me cogí una descomunal. A la salida de un after ilegal me desvalijaron y me dieron unas cuantas hostias. Vi a Olmo dos semanas después. Jugamos al padel. Nos sentamos en la terraza del club y, como si la conversación de hacía dos semanas no hubiera tenido lugar, le conté, como cuento yo las cosas, lo que me estaba ocurriendo con Gema. Olmo me miró -yo diría que con tristeza o compasión-, se levantó y me dijo sin la más mínima insolencia: Eres un hijo de puta.
La siguiente noticia que tuve de él fue seis meses más tarde. Me enviaba la invitación de boda de su próximo enlace con Constance.