Se levantó aquella mañana con ganas de pontificar como si el sueño le hubiera colocado sobre su cabeza una mitra y en la mano un báculo. Estaba nublado. Se puso de rodillas para coger una de las zapatillas que se habían quedado debajo de la cama y sintió, en esa postura, el deseo de que alguien le metiera un buen pollazo en su culo virgen. Tenía el culo virgen. ¡El muy cabrón!, se dijo. Fue al baño y sintió pudor mientras meaba de ese sentimiento que acababa de tener. Se miró el pene -lo llamaba pene cuando estaba flácido- sujetándolo por la base con la mano nefanda y su cabeza, ajena a su control, pensó, ¡Un buen pollazo! Luego se miró en el espejo, se dijo, ¡Buenos días! se pegó una cachetada cariñosa en la mejilla derecha y se sirvió un café en la taza de delicada porcelana.
Era un sábado por la mañana. Estaba solo. Bebió el café y encendió el primer cigarrillo del día. Mientras bebía y fumaba pensó, ¿Qué pasa? ¿Cuánto tiempo voy a tener que soportar las imposturas? ¿No sería lo correcto obligar a la alimaña a salir de su agujero? Aún con fuego. Aún con fuego. ¿Y si el impostor fuera yo? ¿Quién me lo diría? ¿Debería, entonces, quemarme a lo bonzo? Esa idea le produjo la necesidad de cortarse las uñas de la mano derecha. Cuando estaba terminando de rebañar la del dedo anular, quiso saber más de sí mismo, algunas cuestiones relativas a su bisabuelo y una cuestión, ya pasada, de testamentarías. Entonces se dijo, Me iré al parque. Me sentaré en un banco y escucharé a una pareja a punto de terminar su relación. Escucharé cómo se dicen las mentiras a la cara recubiertas de verdades. Y no abriré la boca. Y no diré nada que suene a consejo por mucho que hoy sienta el terrible deseo de pontificar.
Llevaba días sin ducharse así es que le pareció un buen síntoma la necesidad de limpiarse, Estar limpio -se dijo- te acerca a Dios. Dejó que el agua corriera y que el cuarto de baño se caldeara. Entró en la ducha con la dicha del borracho que supiera que ese chorro de agua sobre su cabeza le calmaría casi de inmediato el dolor de la resaca. ¿Qué resaca? -se preguntó- si yo no bebo, ni me drogo. Se enjabonó. Se lavó la cabeza dos veces. Introdujo el dedo corazón de la mano nefanda en su ano y con la otra cubierta de crema se masturbó mientras pronunciaba quedamente el nombre de Gabriela a la que en algún momento creyó amar y a la que le decía, Bájate las bragas, enséñame el coño, así, un poco más, un poco más, déjate puesto el sujetador. Méteme el dedo un poco más, así, así... mientras con los ojos cerrados la imaginaba. Se mareó al correrse. Tuvo que abrir el agua fría. Se apoyó en la pared y se sintió vacío. Se secó, se cambió la ropa interior, se afeitó, se puso crema en la cara. Quiso pensar que aquello convertiría el día en algo nuevo, distinto del modo en que había amanecido. Se sirvió un segundo café y se hizo un segundo cigarrillo esperando el cambio. No ocurrió, seguía con la gana de pontificar; un impulso apenas reprimido le empujaba hacia el balcón para lanzar a todo transeúnte que pasara las nuevas de una salvación o los comentarios sobre un suceso social. Se contuvo pero volvió a preguntarse, ¿Por qué pronuncio su nombre? ¿Por qué me siento culpable? ¿Por qué querría ser otro? ¿Por que querría ser una serpiente que mudara no tan sólo la piel sino su universo entero en cada muda? ¿Por qué el café no me devuelve energía? ¿Por qué el día me parece tan propicio para mis deliberaciones? ¿Debería escribir una carta y cortarme la yugular? ¿Cuál era el nombre? ¿Cuál era el nombre?.
Escuchó unos golpes en su puerta. Sin moverse dijo que estaba abierto. En el umbral apareció sor Gabriela con ese aspecto tan lozano que tenía siempre por las mañanas, con la cara tan limpia y los senos tan firmes y unas caderas que no estaban hechas para la esterilidad sino para echar niños al mundo. La monja, quieta en el umbral, le dijo: Santo Padre, la misa es en una hora y sin volverse, caminando de espaldas, salió y le dejó de nuevo hundido en sus meditaciones.
Era un sábado por la mañana. Estaba solo. Bebió el café y encendió el primer cigarrillo del día. Mientras bebía y fumaba pensó, ¿Qué pasa? ¿Cuánto tiempo voy a tener que soportar las imposturas? ¿No sería lo correcto obligar a la alimaña a salir de su agujero? Aún con fuego. Aún con fuego. ¿Y si el impostor fuera yo? ¿Quién me lo diría? ¿Debería, entonces, quemarme a lo bonzo? Esa idea le produjo la necesidad de cortarse las uñas de la mano derecha. Cuando estaba terminando de rebañar la del dedo anular, quiso saber más de sí mismo, algunas cuestiones relativas a su bisabuelo y una cuestión, ya pasada, de testamentarías. Entonces se dijo, Me iré al parque. Me sentaré en un banco y escucharé a una pareja a punto de terminar su relación. Escucharé cómo se dicen las mentiras a la cara recubiertas de verdades. Y no abriré la boca. Y no diré nada que suene a consejo por mucho que hoy sienta el terrible deseo de pontificar.
Llevaba días sin ducharse así es que le pareció un buen síntoma la necesidad de limpiarse, Estar limpio -se dijo- te acerca a Dios. Dejó que el agua corriera y que el cuarto de baño se caldeara. Entró en la ducha con la dicha del borracho que supiera que ese chorro de agua sobre su cabeza le calmaría casi de inmediato el dolor de la resaca. ¿Qué resaca? -se preguntó- si yo no bebo, ni me drogo. Se enjabonó. Se lavó la cabeza dos veces. Introdujo el dedo corazón de la mano nefanda en su ano y con la otra cubierta de crema se masturbó mientras pronunciaba quedamente el nombre de Gabriela a la que en algún momento creyó amar y a la que le decía, Bájate las bragas, enséñame el coño, así, un poco más, un poco más, déjate puesto el sujetador. Méteme el dedo un poco más, así, así... mientras con los ojos cerrados la imaginaba. Se mareó al correrse. Tuvo que abrir el agua fría. Se apoyó en la pared y se sintió vacío. Se secó, se cambió la ropa interior, se afeitó, se puso crema en la cara. Quiso pensar que aquello convertiría el día en algo nuevo, distinto del modo en que había amanecido. Se sirvió un segundo café y se hizo un segundo cigarrillo esperando el cambio. No ocurrió, seguía con la gana de pontificar; un impulso apenas reprimido le empujaba hacia el balcón para lanzar a todo transeúnte que pasara las nuevas de una salvación o los comentarios sobre un suceso social. Se contuvo pero volvió a preguntarse, ¿Por qué pronuncio su nombre? ¿Por qué me siento culpable? ¿Por qué querría ser otro? ¿Por que querría ser una serpiente que mudara no tan sólo la piel sino su universo entero en cada muda? ¿Por qué el café no me devuelve energía? ¿Por qué el día me parece tan propicio para mis deliberaciones? ¿Debería escribir una carta y cortarme la yugular? ¿Cuál era el nombre? ¿Cuál era el nombre?.
Escuchó unos golpes en su puerta. Sin moverse dijo que estaba abierto. En el umbral apareció sor Gabriela con ese aspecto tan lozano que tenía siempre por las mañanas, con la cara tan limpia y los senos tan firmes y unas caderas que no estaban hechas para la esterilidad sino para echar niños al mundo. La monja, quieta en el umbral, le dijo: Santo Padre, la misa es en una hora y sin volverse, caminando de espaldas, salió y le dejó de nuevo hundido en sus meditaciones.