A los veintiséis años Aldo y yo nos casamos. Mi nombre es Alba. El de mi abuela Clara.
Fueron ocho años de una insolencia propia de una grandísima hija de puta. Luego he aprendido que no existen las grandísimas hijas de puta ni las insolencias imperdonables. ¡Cómo envejeció Clara! Envejeció en esos ocho años lo que no había envejecido los ochenta anteriores.
Aldo, Aldo, pedazo de cabrón. Un día que pude reírme le dije: Lo tuyo conmigo ha sido un Aldazo en toda regla. Cuando pude reírme. Lo ocurrido en aquellos ochos años fue una simple y absurda equivocación. Quiero en todo caso aceptar mi responsabilidad. Aldo entra en mi vida porque yo quiero que Aldo entre en mi vida. ¿Qué buscaba yo en Aldo? ¿Por qué necesitaba acabar con mi abuela, con mi vida de chica normal destinada a terminar una carrera y encontrarse en el campus con un Alberto, un Javi o un Nacho y tener una boda por lo civil, tres críos, una hipoteca, cenas y aniversarios? ¿Qué me llevó a liarme con ese medio danés que lo único que quería era pillar drogas y luego follarme o primero follarme y luego pillar drogas? Al principio de aquel frenesí, yo era feliz. Nunca se me había ocurrido ponerme hasta las cejas todos los días ni siquiera los fines de semana. No empecé por los petas, directamente me dio a probar MDMA. Siempre recordaré la belleza de la tarde, el ocaso en las montañas y los polvos que echamos mientras mi abuela escuchaba en la sala de música a la orquesta de Count Basie, el disco Back to Back, a todo trapo y a mí, que nunca me había gustado el jazz, esa tarde, esa primera tarde del resto de mi vida, me gustó y moví mis caderas al ritmo de la música que atravesaba la puerta de mi habitación y sentí que toda la alegría del mundo se condensaba en esas horas atentísimas en la piel y los orgasmos.
No sé cuándo fue la primera vez que le robamos a la abuela Clara. Sé que fueron unas cucharillas de plata que no usábamos nunca. Sería falso decir que fue Aldo quien me empujó a robar. Fui yo quien lo hizo. No hace mucho alguien me dijo: Bueno, pero la idea no fue tuya. Él te obligó. Yo le respondí: No importa de quien fuera la idea. La acción es miserable. Yo fui una miserable. Lo que me sorprendió de todos aquellos robos, porque fueron muchos: toda la plata de la casa; un par de cuadros que tenían algún valor; unos mantones de Manila que habían sido de mi bisabuela; los gemelos de oro de mi abuelo; las joyas de mi abuela; por supuesto el dinero que había en casa, lo que me sorprendió digo es que mi abuela nunca dijo nada. Nunca me preguntó ni por los objetos, ni por las joyas, ropas o dinero. Tan sólo envejecía y escuchaba su música de jazz cada vez más alta, como si aquello la aislara del mundo.
Yo fui consumiéndome, adelgazando, cada vez más atada a Aldo (también creo haber descubierto que las acciones miserables unen mucho a las personas que las cometen quizá porque son las únicas que no te las pueden reprochar). En la nebulosa de aquellos años creo recordar la aparición de alguna antigua amiga del colegio, su intento de hacerme ver que me estaba destrozando la vida y de paso la de mi abuela o aquella otra que un día me trajo información sobre Aldo que había conseguido un amigo que siempre estuvo enamorado de mí y que ahora estaba con ella pero eso no le había impedido querer ayudarme. Querían ayudarme decían. Y yo me iba con gesto de conmiseración y vergüenza por dentro. Porque yo sabía lo que estaba haciendo pero no cómo pararlo. No quería pararlo. En cuanto llegaba Aldo con una papelina de lo que fuera todo mi ser, toda mi atención se fijaba en el papel de aluminio, en que lo abriera, en que me dejara meterme el speed o la coca, lo que fuera con tal de volver a ese lugar donde la realidad se comportaba de una forma tan caprichosa.
Dos días antes de casarnos (él me lo pidió un día en el que me ofreció a un tipo por un gramo de coca) maté a mi abuela. Tenía que matarla de una forma deshonesta, por supuesto. En el continuo trapicheo que nos traíamos Aldo y yo apareció un tipo que nos daba una buena pasta por la colección de vinilos y el equipo de música de la vieja (entonces la llamaba así: la vieja. O también: La Vieja Oscura, haciendo alarde del más pobre de los ingenios y jugando en oposición con su nombre, Clara). Aceptamos. Nos corrimos una buena celebración con las ganancias.
Volví una semana después de haberme casado. Clara estaba en la sala de música. En silencio. Quizá fuera ese silencio el que me hizo ver lo vacía que estaba la casa, lo desolada. Había arrasado con todo. Me puse frente a ella y le dije que lo de los discos era sólo un préstamo, que los había empeñado para invitar a los amigos, que me había casado, abuela, y ella no había querido venir, que jamás se lo perdonaría. Se lo dije, le dije, Jamás te perdonaré que no hayas venido a mi boda. Mañana nos venimos a vivir aquí.
Mi abuela ni siquiera me miró. Siguió con las manos cruzadas, con la mirada fija en el mueble de la música. Tenía la misma actitud que cuando escuchaba... La dejé de allí y me fui a mi habitación y entonces, por primera vez, lo hice. No sé cómo se me ocurrió. Quizá se lo había visto hacer a alguien en pleno pedo y no lo recordaba aunque más bien creo que fue una idea original porque fue un flash. Vi el cuter encima de la mesa y no lo pensé dos veces, sencillamente lo cogí, me levanté la manga de la camisa y empecé a hacerme cortes en el brazo, no muy profundos, no en las venas, no para morirme, quizá para sufrirme y cada corte era un alivio y ¿ver mi sangre correr por mi brazo era vaciarme de la sangre de mi abuela?
Ese desangrarme tan despacio me hizo quedarme dormida. Desperté en la madrugada con mucha sed. Camino de la cocina vi que mi abuela seguía sentada en la sala de música. Bebí agua y por un recuerdo de la infancia, por una reminiscencia de tiempos mejores o por nostalgia de cuando quería a mi abuela entré en la sala para decirle que ya era muy tarde y que se fuera a la cama. Ya era muy tarde, desde entonces ya fue tarde para siempre. Mi abuela estaba muerta. Y yo le grité, llena de rabia: ¡Asquerosa! ¿Así te despides? ¿Así me dejas? Nunca supiste despedirte. ¡Nunca, nunca! y caí a sus pies y me abracé a sus piernas y sentí en esa madrugada larga y callada el terror más grande que jamás había sentido, un terror físico, un terror que me erizaba la piel y me recorría la columna vertebral y me dejaba helada, sin apenas poder respirar, tan incapaz de moverme como el cadáver al que estaba abrazada.
Fueron ocho años de una insolencia propia de una grandísima hija de puta. Luego he aprendido que no existen las grandísimas hijas de puta ni las insolencias imperdonables. ¡Cómo envejeció Clara! Envejeció en esos ocho años lo que no había envejecido los ochenta anteriores.
Aldo, Aldo, pedazo de cabrón. Un día que pude reírme le dije: Lo tuyo conmigo ha sido un Aldazo en toda regla. Cuando pude reírme. Lo ocurrido en aquellos ochos años fue una simple y absurda equivocación. Quiero en todo caso aceptar mi responsabilidad. Aldo entra en mi vida porque yo quiero que Aldo entre en mi vida. ¿Qué buscaba yo en Aldo? ¿Por qué necesitaba acabar con mi abuela, con mi vida de chica normal destinada a terminar una carrera y encontrarse en el campus con un Alberto, un Javi o un Nacho y tener una boda por lo civil, tres críos, una hipoteca, cenas y aniversarios? ¿Qué me llevó a liarme con ese medio danés que lo único que quería era pillar drogas y luego follarme o primero follarme y luego pillar drogas? Al principio de aquel frenesí, yo era feliz. Nunca se me había ocurrido ponerme hasta las cejas todos los días ni siquiera los fines de semana. No empecé por los petas, directamente me dio a probar MDMA. Siempre recordaré la belleza de la tarde, el ocaso en las montañas y los polvos que echamos mientras mi abuela escuchaba en la sala de música a la orquesta de Count Basie, el disco Back to Back, a todo trapo y a mí, que nunca me había gustado el jazz, esa tarde, esa primera tarde del resto de mi vida, me gustó y moví mis caderas al ritmo de la música que atravesaba la puerta de mi habitación y sentí que toda la alegría del mundo se condensaba en esas horas atentísimas en la piel y los orgasmos.
No sé cuándo fue la primera vez que le robamos a la abuela Clara. Sé que fueron unas cucharillas de plata que no usábamos nunca. Sería falso decir que fue Aldo quien me empujó a robar. Fui yo quien lo hizo. No hace mucho alguien me dijo: Bueno, pero la idea no fue tuya. Él te obligó. Yo le respondí: No importa de quien fuera la idea. La acción es miserable. Yo fui una miserable. Lo que me sorprendió de todos aquellos robos, porque fueron muchos: toda la plata de la casa; un par de cuadros que tenían algún valor; unos mantones de Manila que habían sido de mi bisabuela; los gemelos de oro de mi abuelo; las joyas de mi abuela; por supuesto el dinero que había en casa, lo que me sorprendió digo es que mi abuela nunca dijo nada. Nunca me preguntó ni por los objetos, ni por las joyas, ropas o dinero. Tan sólo envejecía y escuchaba su música de jazz cada vez más alta, como si aquello la aislara del mundo.
Yo fui consumiéndome, adelgazando, cada vez más atada a Aldo (también creo haber descubierto que las acciones miserables unen mucho a las personas que las cometen quizá porque son las únicas que no te las pueden reprochar). En la nebulosa de aquellos años creo recordar la aparición de alguna antigua amiga del colegio, su intento de hacerme ver que me estaba destrozando la vida y de paso la de mi abuela o aquella otra que un día me trajo información sobre Aldo que había conseguido un amigo que siempre estuvo enamorado de mí y que ahora estaba con ella pero eso no le había impedido querer ayudarme. Querían ayudarme decían. Y yo me iba con gesto de conmiseración y vergüenza por dentro. Porque yo sabía lo que estaba haciendo pero no cómo pararlo. No quería pararlo. En cuanto llegaba Aldo con una papelina de lo que fuera todo mi ser, toda mi atención se fijaba en el papel de aluminio, en que lo abriera, en que me dejara meterme el speed o la coca, lo que fuera con tal de volver a ese lugar donde la realidad se comportaba de una forma tan caprichosa.
Dos días antes de casarnos (él me lo pidió un día en el que me ofreció a un tipo por un gramo de coca) maté a mi abuela. Tenía que matarla de una forma deshonesta, por supuesto. En el continuo trapicheo que nos traíamos Aldo y yo apareció un tipo que nos daba una buena pasta por la colección de vinilos y el equipo de música de la vieja (entonces la llamaba así: la vieja. O también: La Vieja Oscura, haciendo alarde del más pobre de los ingenios y jugando en oposición con su nombre, Clara). Aceptamos. Nos corrimos una buena celebración con las ganancias.
Volví una semana después de haberme casado. Clara estaba en la sala de música. En silencio. Quizá fuera ese silencio el que me hizo ver lo vacía que estaba la casa, lo desolada. Había arrasado con todo. Me puse frente a ella y le dije que lo de los discos era sólo un préstamo, que los había empeñado para invitar a los amigos, que me había casado, abuela, y ella no había querido venir, que jamás se lo perdonaría. Se lo dije, le dije, Jamás te perdonaré que no hayas venido a mi boda. Mañana nos venimos a vivir aquí.
Mi abuela ni siquiera me miró. Siguió con las manos cruzadas, con la mirada fija en el mueble de la música. Tenía la misma actitud que cuando escuchaba... La dejé de allí y me fui a mi habitación y entonces, por primera vez, lo hice. No sé cómo se me ocurrió. Quizá se lo había visto hacer a alguien en pleno pedo y no lo recordaba aunque más bien creo que fue una idea original porque fue un flash. Vi el cuter encima de la mesa y no lo pensé dos veces, sencillamente lo cogí, me levanté la manga de la camisa y empecé a hacerme cortes en el brazo, no muy profundos, no en las venas, no para morirme, quizá para sufrirme y cada corte era un alivio y ¿ver mi sangre correr por mi brazo era vaciarme de la sangre de mi abuela?
Ese desangrarme tan despacio me hizo quedarme dormida. Desperté en la madrugada con mucha sed. Camino de la cocina vi que mi abuela seguía sentada en la sala de música. Bebí agua y por un recuerdo de la infancia, por una reminiscencia de tiempos mejores o por nostalgia de cuando quería a mi abuela entré en la sala para decirle que ya era muy tarde y que se fuera a la cama. Ya era muy tarde, desde entonces ya fue tarde para siempre. Mi abuela estaba muerta. Y yo le grité, llena de rabia: ¡Asquerosa! ¿Así te despides? ¿Así me dejas? Nunca supiste despedirte. ¡Nunca, nunca! y caí a sus pies y me abracé a sus piernas y sentí en esa madrugada larga y callada el terror más grande que jamás había sentido, un terror físico, un terror que me erizaba la piel y me recorría la columna vertebral y me dejaba helada, sin apenas poder respirar, tan incapaz de moverme como el cadáver al que estaba abrazada.