Nude de Willie Kessels (1930)
Aldo y yo.
Antes de Aldo y yo, quiero escribir sobre mi abuela y la niñez.
Decía mi abuela, Los niños sois personas. Cuando seas mayor nunca trates a un niño con tu idea de lo que es un niño, trata a un niño con tu idea de lo que es una persona. Yo estoy aquí sentada, frente a ti, y yo veo en tí al ser más maravilloso del mundo. Eso no quita para que el ser más maravilloso del mundo lo sea justamente porque está vacío. Lo maravilloso de los niños es que estáis vacíos. Por eso te digo: cuando estés con un niño y tú seas mayor sé muy cuidadosa, a ver con que lo llenas porque si lo llenas con caprichos será caprichoso, si lo llenas con tiranía será tirano, si lo llenas con alegría será alegre, si con amor, amoroso, si con dolor, doliente. Yo te educaré con amor, con disciplina y con rectitud. No consentiré caprichos por tu parte, los castigaré con severidad ni por supuesto te dejaré ser tirana porque me rebelaré contra ti y toda la fuerza de mi razón caerá sobre tu corazón. Amarte será respetar tu personalidad, sea ésta cual sea e intentar enderezar lo que mi sentido común considere que ha de ser enderezado; amarte será mantenerte lo más vacía posible de mí y también será amarte protegerte; amarte será enseñarte el miedo porque lo haré con cuidado y lo aprenderás para siempre; amarte será estar siempre, siempre a tu lado; la disciplina consistirá en que aprendas con los medios que sean necesarios el respeto hacia ti y hacia los demás; de hecho lo medios que habré de utilizar para disciplinarte me los sugerirás tú con tu actitud y porque estaré atenta a la disciplina que necesites también te amaré. Es muy posible que sufras mi disciplina porque al estar vacía no entenderás que haya que domar la vacuidad porque no alcanzarás a entender hasta muy entrada en la treintena -y eso si es que llegas a pensarlo alguna vez- que la vacuidad se disciplina porque vivir es ir llenándola para más tarde intentar vaciarla otra vez. La disciplina entonces permite, mediante el ejercicio de unas obligaciones, desechar lo inútil cuando llegue el momento de empezar a vaciarse. La rectitud sólo tiene como meta enseñarte una norma y tan sólo para que cuando te llegue el momento de rebelarte -que ha de llegar y es bueno que llegue- sepas con absoluta claridad contra qué te rebelas; es decir yo no te enseñaré una moral porque considere que es la mejor sino para que la conozcas al dedillo y puedas enfrentarte a ella bien armada. El mejor arma es el conocimiento de lo otro.
No sé si la primera vez que recuerdo estas palabras de mi abuela fue la primera vez que me las dijo. Tengo la cuasi seguridad de que no. Yo tenía cinco años. Estaba en el salón de la música. Mi abuela me sentó frente a ella en una butaca que me parecía el trono inmenso de una reina. Me habló despacio, con su voz rasposa de fumadora; en su mirada había una extraña mezcla de ternura y dureza que a mí me inquietó e hizo que me echara a llorar. Mi abuela pareció no inmutarse. Seguía hablando y fumando. Cuando terminó yo lloraba a raudales. Entonces me dijo: Ven, acércate. Yo bajé del trono de la reina y me quedé frente a ella con la barbilla baja e hipando. Ella extendió sus brazos. Yo me lancé a ellos. Mi abuela me abrazó con una ternura infinita (desde entonces el olor a tabaco siempre me emociona) y me susurró al oído: Tengo que enseñarte a que te vayas, pequeñaja. Luego calló. Me sentó en sus rodillas y apoyó mi cabeza en su corazón. Aunque no la vi, sé que ella no lloró.
Antes de Aldo y yo, quiero escribir sobre mi abuela y la niñez.
Decía mi abuela, Los niños sois personas. Cuando seas mayor nunca trates a un niño con tu idea de lo que es un niño, trata a un niño con tu idea de lo que es una persona. Yo estoy aquí sentada, frente a ti, y yo veo en tí al ser más maravilloso del mundo. Eso no quita para que el ser más maravilloso del mundo lo sea justamente porque está vacío. Lo maravilloso de los niños es que estáis vacíos. Por eso te digo: cuando estés con un niño y tú seas mayor sé muy cuidadosa, a ver con que lo llenas porque si lo llenas con caprichos será caprichoso, si lo llenas con tiranía será tirano, si lo llenas con alegría será alegre, si con amor, amoroso, si con dolor, doliente. Yo te educaré con amor, con disciplina y con rectitud. No consentiré caprichos por tu parte, los castigaré con severidad ni por supuesto te dejaré ser tirana porque me rebelaré contra ti y toda la fuerza de mi razón caerá sobre tu corazón. Amarte será respetar tu personalidad, sea ésta cual sea e intentar enderezar lo que mi sentido común considere que ha de ser enderezado; amarte será mantenerte lo más vacía posible de mí y también será amarte protegerte; amarte será enseñarte el miedo porque lo haré con cuidado y lo aprenderás para siempre; amarte será estar siempre, siempre a tu lado; la disciplina consistirá en que aprendas con los medios que sean necesarios el respeto hacia ti y hacia los demás; de hecho lo medios que habré de utilizar para disciplinarte me los sugerirás tú con tu actitud y porque estaré atenta a la disciplina que necesites también te amaré. Es muy posible que sufras mi disciplina porque al estar vacía no entenderás que haya que domar la vacuidad porque no alcanzarás a entender hasta muy entrada en la treintena -y eso si es que llegas a pensarlo alguna vez- que la vacuidad se disciplina porque vivir es ir llenándola para más tarde intentar vaciarla otra vez. La disciplina entonces permite, mediante el ejercicio de unas obligaciones, desechar lo inútil cuando llegue el momento de empezar a vaciarse. La rectitud sólo tiene como meta enseñarte una norma y tan sólo para que cuando te llegue el momento de rebelarte -que ha de llegar y es bueno que llegue- sepas con absoluta claridad contra qué te rebelas; es decir yo no te enseñaré una moral porque considere que es la mejor sino para que la conozcas al dedillo y puedas enfrentarte a ella bien armada. El mejor arma es el conocimiento de lo otro.
No sé si la primera vez que recuerdo estas palabras de mi abuela fue la primera vez que me las dijo. Tengo la cuasi seguridad de que no. Yo tenía cinco años. Estaba en el salón de la música. Mi abuela me sentó frente a ella en una butaca que me parecía el trono inmenso de una reina. Me habló despacio, con su voz rasposa de fumadora; en su mirada había una extraña mezcla de ternura y dureza que a mí me inquietó e hizo que me echara a llorar. Mi abuela pareció no inmutarse. Seguía hablando y fumando. Cuando terminó yo lloraba a raudales. Entonces me dijo: Ven, acércate. Yo bajé del trono de la reina y me quedé frente a ella con la barbilla baja e hipando. Ella extendió sus brazos. Yo me lancé a ellos. Mi abuela me abrazó con una ternura infinita (desde entonces el olor a tabaco siempre me emociona) y me susurró al oído: Tengo que enseñarte a que te vayas, pequeñaja. Luego calló. Me sentó en sus rodillas y apoyó mi cabeza en su corazón. Aunque no la vi, sé que ella no lloró.