Zaratustra, pobre y perseguido, profetizó la llegada de un nuevo hombre y un dios nuevo. Profetizaba el buen -y colérico- profeta por tierras de la Mesopotamia y allí fue donde lo halló la mujer que me contó esta historia, una historia, por cierto, tan corta como la vida. Me dijo la mujer: era tan sucio y tan pobre que cuando exclamó que crearía los países para destruir al hombre viejo, todos los allí congregados nos reímos. Al poco supimos que su idea empezaba a extenderse hacia el este y el oeste, hacia el sur y hacia el norte y allá donde llegaba y allá donde se formaba eso llamado país, de inmediato se producían matanzas. Así es que ni corta ni perezosa me volví a donde él estaba: una cueva miserable en mitad de la nada y allí, mientras dormía, le rebané el pescuezo por haber tenido tan nefasto pensamiento. Desde entonces Zaratustra soy yo.
Ante la nueva Zaratustra me arrodillé y rogué bendición. Ella rió y me la dio.