Cuentecillo La Espera

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/07/2023 a las 18:22


También él, sí, también él que parecía tan orgulloso, siempre solo como si la soledad a él no le produjera mella nunca; sí, llegamos a pensarlo, alguna decía, ¡A ése la soledad no le hace nada! Y todos asentíamos y lo veíamos pasar siempre con su caminar ligero, casi rápido pero sin llegar a serlo, una velocidad muy particular en su paso, una característica que también comentábamos cuando nos reuníamos por la tarde en la taberna a donde él nunca iba. Siempre camino arriba, camino abajo, siempre solo.
Un día, pasados años, dejamos de verlo y pensamos que sería por el hielo que se había formado tras las últimas nevadas porque aunque ya era mayor, él había mantenido el mismo paso ligero, año tras año, estación tras estación, día tras día. No sabemos, cuando lo recordamos, cuántos días pasaron hasta que alguien en la taberna comentó su ausencia; todos sentimos como si un árbol que todos conocíamos, hubiera desaparecido de repente o como si las campanas que marcaban las horas en lo alto del viejo campanario de la iglesia, dejaran de sonar. Comentamos que si algo así hubiera ocurrido al principio no nos hubiéramos percatado pero al poco, al poco sí y entonces habríamos tomado cartas en el asunto y, por ejemplo, hubiéramos intentado saber a quién se le había ocurrido cortar el árbol o quién habría sido capaz de robar el badajo o la campana entera. No pasaron muchos días hasta que decidimos ponernos en contacto con la autoridad competente para denunciar la desaparición y hay que reconocer que fueron diligentes porque esa misma tarde -o a más tardar al día siguiente, han pasado ya años de esto- los guardias se presentaron en su casa y tuvieron que echar la puerta abajo y allí lo encontraron, muerto -seguramente suicidado, dijeron- y tras remover por aquí y por allá encontraron un papel que por circunstancias que ahora no vienen al caso, vino a caer en nuestras manos y fue entonces cuando descubrimos que a él también, sí, a él también la soledad le hacía mella y echaba de menos a otros; no era pues, como llegamos a pensar, un auténtico anacoreta, sino que tenía su corazón comunal como cualquier hijo de vecino y ese día, tenemos que reconocerlo, nos quitamos un peso de encima, sí, nos lo quitamos porque aquel hombre era uno más, igual a nosotros, con las mismas necesidades, con las mismas penas, sólo que él se las guardaba, avaro de sus sentimientos, dijo alguien, y de lo que no son sus sentimientos, apuntó otro, que seguro que tenía guardado más de lo que aparentaba, concluyó y una nos miró a todos los que estábamos en la taberna y propuso que fuéramos a la casa y miráramos a ver, total que la pariente ésa que le quedaba y que jamás había venido a verlo, así porque sí, se iba a quedar con todo lo que hubiera atesorado el viejo y que por qué no nosotros que habíamos tenido que soportar su soberbia todos esos años no íbamos a poder disfrutar de lo que hubiera dejado. Todos asentimos. El tabernero invitó a una ronda y a eso de las ocho, cuando la noche ya había caído, nos fuimos a la casa del anacoreta y la hicimos nuestra. Fuimos a paso ligero, al paso con el que caminaba, haciendo chanzas. Fue una noche memorable y todos los años, en la misma fecha, celebramos la toma de la casa del hombre que durante años y años nos hurtó su espera y murió con ella.
 
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