¿Cómo harán si uno no sabe? La inquietud aumenta por la tarde. El torbellino lo llama. La sensación áspera de no haber hecho. ¿Qué maletas? ¿Qué equipaje era el necesario? Sobre todo por la tarde, piensa el que no sabe, el que tiene una tendencia a dejarse llevar, el que ha acometido (con demasiado ímpetu) la soledad. ¿A espuertas? ¿En este soliloquio sin faro, sin mar, sin puesta de sol ni amanecida, sin lucero del alba, sin brazos, sin cama deshecha, sin halagos, sin sonrisas, sin canto de los pájaros, sin entusiasmo, sin desayuno fresco, sin brisa, sin adiós? La muchacha se pierde de vista por el camino que baja hasta el pueblo. Ha quedado con sus amigos. Pasarán el día en el campo, se tumbarán en la hierba que aún verdea. Algunos se besarán, se cogerán por los talles, se bañarán en las aguas frías de una poza. Volverán al atardecer, hambrientos, morenos, excitados, dispuestos a reponer fuerzas para las fiestas de la noche en las que las promesas de la tarde se harán realidad
¿Cómo hará si no sabe? ¿Cómo evocará en la vejez lo que nunca fue? ¿Cómo vivirá la ausencia de recuerdos compartidos? ¿Cómo se explicará antes de morir que no supo poner fin a esa situación? Probablemente se llame cobarde y volverá a confirmar que veinte años atrás era tan necio como sentía que lo era cuando repasaba los veinte años anteriores y sabía que nunca, que nunca, alcanzaría un grado mínimo de sabiduría, de conocimiento sin crueldad. Esas tardes de verano que han huido para siempre o un día de otoño que ella volviera apesadumbrada y al fin, tras un poco de insistencia, le contara su pena, la que todos hemos tenido, aquélla que de vez en cuando se sabe aliviar.
Tumulto y silencio. El viento se ha levantado. En poco saldrá a la tarde y al sol. Mirará de nuevo las montañas. Tendrá algún pensamiento ad hoc. Caminará hacia ninguna parte. Volverá hacia ninguna parte. Sabe que el piso en el que habita ha dejado de ser su hogar. Sabe que se encuentra en proceso de desapego. Un desapego más. Una vez más, hasta que un día -si llegara- se quede desnudo, última capa de cebolla, tras ella la nada ni siquiera este túnel que se abre tras los ojos y que algunos llaman Yo.
Caminan por el borde del acantilado. La música celta anima los sentidos del amor. Están borrachos y fumados. Una mezcla grata si el equilibrio es el justo. Se han cogido de las manos. Ella ha pensado un instante en él. Lo recuerda cuando era muy niña, él se acercaba y se sentaba a su lado, en el borde de la cama, le acariciaba la frente, sonreía y creaba un personaje con dos de sus dedos, una hormiga era, una hormiga que siempre quería dormir con ella, una hormiga bastante pesada. Lo recuerda y ríe. Su acompañante le pregunta por qué se ha puesto a reír de repente. Ella se lo cuenta. Siguen caminando. De nuevo se quedan callados. Antes de que él la atraiga hacia sí, ella recuerda un sonido que oía muchos días antes de dormir: su padre teclea en una vieja máquina de escribir. Ha dejado abierta la ventana. Se escuchan a lo lejos los sonidos de una gran arteria de la ciudad. Se besan.