Quiero confesarte, amiga, que he caminado por el bosque una tarde que hacía viento y sentí, desde el principio, una turbación del ánimo en todo semejante al oleaje.
Te quiero ser sincero porque me arde, a lo lejos, una llama de invierno (como cuando el caminante en la estepa, a punto del desmayo, entre ventisca y fiebre, descubre un punto de luz, algo así como la veladura de una casa -siquiera su posibilidad-): he caminado entre el viento por el bosque y me he subido el cuello del abrigo pero he seguido alejándome del punto de partida aún sabiendo que hay árboles que no están tan sujetos a la tierra como para no desgajarse por la furia de una ráfaga de aire.
Así lo he hecho cuando se acercan los días más cortos y la noche cae a plomo, sin avisar, con esa luz tan indefinida que se llama crepúsculo y que -como tan bien evidencia su significado- puede ser tanto crepúsculo del día como crepúsculo de la noche. No te asustes, no hay metáfora en lo que te digo, tan sólo la descripción de un paisaje y su sonido porque me alejo del punto de partida y mi ánimo se turba, es cierto, pero es una turbación sonora, sin carne, sin hueso.
Así me adentré en el bosque y cuando me vi rodeado de maderas y hojas, de tierra y raíces, de hierbas y matojos, de animales pequeños y pequeñas lomas, todos envueltos en el misterio del viento (también yo, amiga, también yo) nos dejamos llevar por la posibilidad de un último encuentro. Quizás el que menos sagrado sentía el instante fuera el perro porque él es en todo inocente, no así la rama que conoce hasta qué punto ha de ser flexible, ni la hierba que aprendió a la intemperie la importacia de dejarse aplastar por lo invisible; no él -el perro- que corría, saltaba, retozaba y mordía el palo con la misma inconsciencia del día en calma, de la tarde que acaba.
Ya dentro del bosque, muy dentro, amiga, muy, muy dentro, escuché por vez primera como gime la madera zarandeada y no sé por qué sentí que me encontraba en un barco encallado en aguas peligrosas, sometido al embate terrible de las olas y a los filos agudísimos de las rocas y ese sonido de cuaderna que cruje, de mástil hecho añicos era el que oía cuando la madera no es nada, es tan sólo tronco, raíz o rama.
Sentí una inmensa alegría porque supe conocer algo enteramente nuevo: el bosque con viento es un barco naufragado. Y ni siquiera pensé que morir pudiera ser algo parecido, algo así como: la muerte es una vida al pairo y me sentí sonado y volví sin ser consciente de que volvía y cuando salí del bosque y el viento arreciaba en la llanura, amiga, me dejé llevar por su capricho y no quise añorar el barco que acababa de abandonar a su suerte como si en realidad hubiera salido de un bosque con viento, al caer la tarde, muy lejos del mar.
Te quiero ser sincero porque me arde, a lo lejos, una llama de invierno (como cuando el caminante en la estepa, a punto del desmayo, entre ventisca y fiebre, descubre un punto de luz, algo así como la veladura de una casa -siquiera su posibilidad-): he caminado entre el viento por el bosque y me he subido el cuello del abrigo pero he seguido alejándome del punto de partida aún sabiendo que hay árboles que no están tan sujetos a la tierra como para no desgajarse por la furia de una ráfaga de aire.
Así lo he hecho cuando se acercan los días más cortos y la noche cae a plomo, sin avisar, con esa luz tan indefinida que se llama crepúsculo y que -como tan bien evidencia su significado- puede ser tanto crepúsculo del día como crepúsculo de la noche. No te asustes, no hay metáfora en lo que te digo, tan sólo la descripción de un paisaje y su sonido porque me alejo del punto de partida y mi ánimo se turba, es cierto, pero es una turbación sonora, sin carne, sin hueso.
Así me adentré en el bosque y cuando me vi rodeado de maderas y hojas, de tierra y raíces, de hierbas y matojos, de animales pequeños y pequeñas lomas, todos envueltos en el misterio del viento (también yo, amiga, también yo) nos dejamos llevar por la posibilidad de un último encuentro. Quizás el que menos sagrado sentía el instante fuera el perro porque él es en todo inocente, no así la rama que conoce hasta qué punto ha de ser flexible, ni la hierba que aprendió a la intemperie la importacia de dejarse aplastar por lo invisible; no él -el perro- que corría, saltaba, retozaba y mordía el palo con la misma inconsciencia del día en calma, de la tarde que acaba.
Ya dentro del bosque, muy dentro, amiga, muy, muy dentro, escuché por vez primera como gime la madera zarandeada y no sé por qué sentí que me encontraba en un barco encallado en aguas peligrosas, sometido al embate terrible de las olas y a los filos agudísimos de las rocas y ese sonido de cuaderna que cruje, de mástil hecho añicos era el que oía cuando la madera no es nada, es tan sólo tronco, raíz o rama.
Sentí una inmensa alegría porque supe conocer algo enteramente nuevo: el bosque con viento es un barco naufragado. Y ni siquiera pensé que morir pudiera ser algo parecido, algo así como: la muerte es una vida al pairo y me sentí sonado y volví sin ser consciente de que volvía y cuando salí del bosque y el viento arreciaba en la llanura, amiga, me dejé llevar por su capricho y no quise añorar el barco que acababa de abandonar a su suerte como si en realidad hubiera salido de un bosque con viento, al caer la tarde, muy lejos del mar.