Lo sabía. Era el corazón, se decía. La mañana había roto y un sol abrasador caía sobre ella y las aguas echaban vapor y la cordillera parecía derretirse; en lo alto de la carretera se entreveía en la calima el brillo de un metal y quizás una mano que alertaba. Ella lo sabía. Su pelo corto y oscuro no se movía. El sudor resbalaba por su cuello y confluía hacia el valle que corría entre su pecho. No estaba asustada. Ni la previsión del día hacía que bajara los brazos y se entregara al azar. Tampoco buscaba un oasis. Ni la voz salvadora de otro ser humano. Pensaba en él como única esperanza. Sonreía cuando recordaba su caminar torpe, la asimetría de sus piernas, el diferente volumen de sus nalgas. Le gustaba la cojera de su hombre. Se enternecía al sentir su cadera, cuando se agarraban y la suya se elevaba y descendía como si fuera un minúsculo desnivel de un suelo llano; quería acariciar su pie inútil, tan bello y delicado cual figurilla de jade y luego morder su pie trabajador, el que soporta el peso de un cuerpo para siempre; allí estaba ella, en el calor, sin sombrero, sin sombrilla, deseando las piernas flacas de su hombre; morder la pantorrilla flacida de su pierna derecha, sin musculatura alguna, delgada como la línea que separa la inútil de lo útil; quería pasar su lengua por sus muslos cuya sensibilidad siempre le había parecido un regalo de Dios; quería estrecharle entre sus brazos y enredar sus piernas con las suyas y quedarse dormida. Lo sabía. No iba a morir allí sin volverle a ver. Aparecería entre los vapores y sus pasos cojos serían la señal de que todo había pasado. Y así, sin impulso, caminó al encuentro de su hombre.