Querida señorita:
Hacía tanto que no la veía. No diré que me había olvidado de usted porque sería falso sólo que, durante este tiempo sin su presencia, mi ánimo la había adormecido como hace el postrer invierno cuando intenta arrasar con su último estertor las flores de los almendros en el valle del Tíetar para con ese acto, cruel a la vista, alterar el ciclo natural de las cosas; ¡oh, sí, cruel invierno que amustia los pétalos de las flores y tiñe de blanco lo que empezaba a ser un mundo multicolor, el estallido de la vitalidad de la tierra!
Yo no la había olvidado; no había dejado de soñar con sus ojos verdes y su boca grande y su cabello oscuro y sus andares cortos y sus manos pequeñas y sus amplias caderas y su pecho justo; tampoco había dejado de imaginar nuestro primer encuentro y muchas veces había ensoñado acerca del timbre de su voz: si sería aguda como aguja de pino o grave como ola grande o tendría la rasposidad -que tanto disfruto- del terciopelo o si sería una voz rota de cantante de jazz; también pensaba en qué acento tendría: si sería la música de la gallega o el esfuerzo por ser seco de una vasca o más aún la inflexión de las vocales nuevas de una catalana o la sequedad llena de erotismo de una mujer de Valladolid o el juego de la ausencias en el acento andaluz. ¿De dónde es usted, querida? Sí, en estas soledades me entretengo en imaginar sólo que en los últimos días, al no aparecer usted por ninguna parte: ni en el tren, ni en el centro comercial, ni en la calle Mayor, ni en el mercado, ni en la iglesia, ni en el bar, ni en la Gran Vía, ni en punto alguno del parque, imaginé, sufrí, al pensar que quizás usted se había cambiado de ciudad o lo que es peor, que usted había sufrido algún tipo de accidente.
El hombre es un animal que se defiende. Para eso construimos las ciudades. Para eso construimos las morales. Para eso vallamos los cementerios y para defendernos acudimos a los dioses. Defender en mi caso ha consistido en apartarla de mi pensamiento, en luchar contra usted con toda mi cobardía, en eludirla, en descomponerla cuando aparecía en mi sueño o despertaba en mi sexo una insoportable sensación de poderío. Entonces corría hacia el agua fría y calmaba mis ansias de usted mirándome el rostro.
Esta tarde todo mi esfuerzo, toda mi defensa se ha venido abajo cuando la he visto llegar con su vestido azul y corto y su rebeca en los hombros. Llevaba los labios pintados y una sonrisa de triunfo. Me ha dado la impresión de que también llevaba con usted el regusto de un hombre en su cuerpo; un hombre al que le había entregado sus manos; un hombre que le había entregado su ser. No me he sentido triste, ni celoso, ni envidioso. Créame, se lo ruego. Contemplar la belleza de una mujer satisfecha es un milagro de la naturaleza. Y ha podido más saber que está usted bien que la decepción por ser tan cobarde y no atreverme a acercarme y rogarle que siquiera me deje oír su voz.
Sigo sosteniendo que el Destino, aliado con la Felicidad y la Fortuna, ha de ponernos un día frente a frente en condiciones de igualdad. Por eso no me tomo en cuenta cuando ayer, al estar tan cerca de usted, me subió el rubor a las mejillas y todo mis sueños -que andaban dormidos- se despertaron ante el a rebato suyo.
Hoy soy feliz. Está usted viva.
Hacía tanto que no la veía. No diré que me había olvidado de usted porque sería falso sólo que, durante este tiempo sin su presencia, mi ánimo la había adormecido como hace el postrer invierno cuando intenta arrasar con su último estertor las flores de los almendros en el valle del Tíetar para con ese acto, cruel a la vista, alterar el ciclo natural de las cosas; ¡oh, sí, cruel invierno que amustia los pétalos de las flores y tiñe de blanco lo que empezaba a ser un mundo multicolor, el estallido de la vitalidad de la tierra!
Yo no la había olvidado; no había dejado de soñar con sus ojos verdes y su boca grande y su cabello oscuro y sus andares cortos y sus manos pequeñas y sus amplias caderas y su pecho justo; tampoco había dejado de imaginar nuestro primer encuentro y muchas veces había ensoñado acerca del timbre de su voz: si sería aguda como aguja de pino o grave como ola grande o tendría la rasposidad -que tanto disfruto- del terciopelo o si sería una voz rota de cantante de jazz; también pensaba en qué acento tendría: si sería la música de la gallega o el esfuerzo por ser seco de una vasca o más aún la inflexión de las vocales nuevas de una catalana o la sequedad llena de erotismo de una mujer de Valladolid o el juego de la ausencias en el acento andaluz. ¿De dónde es usted, querida? Sí, en estas soledades me entretengo en imaginar sólo que en los últimos días, al no aparecer usted por ninguna parte: ni en el tren, ni en el centro comercial, ni en la calle Mayor, ni en el mercado, ni en la iglesia, ni en el bar, ni en la Gran Vía, ni en punto alguno del parque, imaginé, sufrí, al pensar que quizás usted se había cambiado de ciudad o lo que es peor, que usted había sufrido algún tipo de accidente.
El hombre es un animal que se defiende. Para eso construimos las ciudades. Para eso construimos las morales. Para eso vallamos los cementerios y para defendernos acudimos a los dioses. Defender en mi caso ha consistido en apartarla de mi pensamiento, en luchar contra usted con toda mi cobardía, en eludirla, en descomponerla cuando aparecía en mi sueño o despertaba en mi sexo una insoportable sensación de poderío. Entonces corría hacia el agua fría y calmaba mis ansias de usted mirándome el rostro.
Esta tarde todo mi esfuerzo, toda mi defensa se ha venido abajo cuando la he visto llegar con su vestido azul y corto y su rebeca en los hombros. Llevaba los labios pintados y una sonrisa de triunfo. Me ha dado la impresión de que también llevaba con usted el regusto de un hombre en su cuerpo; un hombre al que le había entregado sus manos; un hombre que le había entregado su ser. No me he sentido triste, ni celoso, ni envidioso. Créame, se lo ruego. Contemplar la belleza de una mujer satisfecha es un milagro de la naturaleza. Y ha podido más saber que está usted bien que la decepción por ser tan cobarde y no atreverme a acercarme y rogarle que siquiera me deje oír su voz.
Sigo sosteniendo que el Destino, aliado con la Felicidad y la Fortuna, ha de ponernos un día frente a frente en condiciones de igualdad. Por eso no me tomo en cuenta cuando ayer, al estar tan cerca de usted, me subió el rubor a las mejillas y todo mis sueños -que andaban dormidos- se despertaron ante el a rebato suyo.
Hoy soy feliz. Está usted viva.