Capítulo 8º Melodía en la noche de agosto

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/08/2014 a las 23:20

Octavo día


Puedo bailar y quedarme quieto y recordar una tarde invierno cuanto todo era más fácil; puedo ensoñar la melodía que me llevara a la multitud sabiéndome yo en la isla y aunque a lo lejos se vislumbren las luces de la ciudad, la calma me ancla aquí; ha ocurrido que cuando mi ronda nocturna se me han saltado las lágrimas ante la situación que estoy viviendo y no por un afán de exclusividad sino por tener la belleza al alcance de la mano y disfrutar la posibilidad de detenerme ante, por ejemplo, un cuadro de Renoir y sí es porque es un cuadro de Renoir pero también no es porque sea un cuadro de Renoir sino porque es un cuadro que a mí me produce un sentimiento de exaltación de la vida y es ahí, parado ante ese cuadro, pintado por un hombre viejo, con artritis en las manos, cuando descubro que amo el arte porque me produce siempre un sentimiento de exaltación de la vida, que el arte me lleva siempre a un disfrute de la vida que no me lo suele otorgar la vida propia, la propia vida.
Puedo detenerme, hojear una revista o entretenerme en la contemplación del reflejo de la naturaleza en las aguas; puedo contemplar el sol entre los árboles y el extraño rostro de una nube tercio payaso, tercio osito, tercio calavera y sentir en el espinazo el terror que siempre me causaron los payasos y las calaveras y recordar que cuando mi madre me llevaba al circo –a ella le encantaban las pollas diplomáticas y los números circenses- siempre que aparecían los payasos yo me echaba a llorar de una forma incontenible hasta el punto que mi madre optó por salir a fumarse un cigarrillo cuando se anunciaba su actuación.

Islas fotografía de Olmo Z.
Y ahora por el capricho de mi alma que hoy está más sensiblera que sensible, escucho My Song de Keith Jarret con Jan Garbarek al saxofón y ese tema me retrotrae a unas noches muy ebrias y muy divertidas cuando la amistad tenía toda la sofisticación y todo el enganche del mundo y mis amigos y yo disfrutábamos escuchando jazz, nos gustaba realmente el jazz y durante algunos años fuimos a los festivales de Donosti y Vitoria y allí nos reímos y nos emocionamos y nos abrazamos y nos emborrachamos y nos drogamos hasta caer rendidos en un parque público de la ciudad de Madrid como unos vagabundos más.
Puedo decir en esta noche de agosto que amo a mi mujer y esto es algo que no podía decir desde hace muchos, muchos años y que su voz cuando me llama desde el lugar donde descansa de una vida diaria tumultuosa y agotadora, es siempre un bálsamo, un decirme estoy aquí y no te olvido, no estás solo aunque estés solo y cuando vuelva te sonreiré y haré contigo el follar como tanto nos gusta a ti y a mí. Y aunque tengo miedo del futuro, he de decir que el presente tiene la magia de los días buenos, el orgullo del trabajo honrado, la cadencia de un largo bien hecho.
Fumo un cigarrillo sentado en esta silla incómoda (la clásica silla de paja trenzada y madera, la que suelen sacar en las noches de bochorno los viejos en los pueblos) y bebo un vino de la Ribera del Duero; escucho a Keith Jarret, Jacques Dejohnette y Gary Peacock y el pelo se me va secando tras la ducha; tengo encendida la luz del patio y en la mesilla de noche la lamparita para leer; en la mesa no tengo ninguna luz; escribo en un Mac y me resulta gracioso un comentario que leí ayer de un personaje de una novela; lo hace un periodista de los años ochenta cuando se estaban cambiando en las redacciones de los periódicos las máquinas de escribir por los ordenadores; este periodista se resistía a utilizar el ordenador porque decía que no estaba dispuesto a que el ordenador se quedara dentro de él lo que él escribía.
Puedo contarte que he vivido pero nunca te lo confesaré.
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