Capítulo 6º Los profetas demuestran que Dios carece de estilo

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/08/2014 a las 22:41

Sexto día


Dice Spinoza que algunos han pretendido que Dios no se revela a hombres tristes e irritados; pero tal opinión es quimérica porque Dios reveló a Moisés irritado contra Faraón el espantoso exterminio de los primogénitos. Luego sigue con otros hombres también tristes o irritados a los que Dios habló como Caín o Ezequiel o Jeremías o Miqueas (que por cierto nunca le predijo nada bueno a Acab). Y dice Spinoza que el estilo de las profecías variaba con el grado de elocuencia de cada profeta y termina su razonamiento -después de haber narrado varios ejemplos de diferentes estilos proféticos- Si todo esto quiere pesarse, seguramente deduciremos que Dios carece de estilo propio y que según el grado de instrucción y el alcance del profeta a quien inspira, es elegante o grosero, lacónico o prolijo, severo o confuso.
Al ser mi nombre Olmo, he sentido siempre la tentación de tener bien hundidos los pies en la tierra y al ser esto así -o al querer que sea así- siempre he pensado que mis pies encuentran en su camino hacia la consecución del alimento, todo tipo de nutrientes y a ninguno hago ascos y ese no hacer ascos a cualquier nutriente que se me presente me convierte, de alguna forma, en un ser también sin estilo propio más bien adquiero el estilo de lo que me alimenta y si el alimento de turno tiene matices ocres me convierto en ocre o si por el contrario lo que me alimenta es rico en metano huelo espantosamente mal. Tengo de alguna manera algo de un hombre sin atributos porque el atributo define y soy, por definición, indefinido al depender por entero del nutriente del que me alimente para poder subsistir; un día puede ser vender loterías en un mercado, otro puede ser dirigir una programa de radio, o también hacer encuestas en un tren por la noche y acabar magreándome con una pasajera, a eso de las tres de la madrugada, entre Zaragoza y Lérida, con un frenesí que no dejaba lugar para las preguntas de la encuesta, incluso alguna vez me atreví con el peonaje para subsistir unos cuantos meses. Si como argumenta Spinoza uno de los atributos de Dios es no tener estilo, yo podría muy bien decir que estoy hecho a semejanza suya. Ahora soy guardés en un museo con unas obras de arte de una delicadeza mayúscula y he de andar con alarmas y rondas y riegos y he de llevar un teléfono a todas partes por donde vaya y como soy un guardés sin estilo si por ejemplo me despiertan por la mañana a una hora intempestiva no sé comportarme como un guardés sino como un hombre recién despertado que no entiende nada de lo que le están contando.

Ahora estoy tenso. Llevo toda la tarde a cuestas con una alarma que de repente salta y a mí las alarmas me alarman, qué quieres que te diga, me alarman hasta el punto de que cuando salta yo me pongo a jurar en arameo e intento, por todos los medios, jurar más alto que la alarma que me alarma y ¿por qué me alarma la alarma? ¿por qué me dice que hay una avería en sala 2 si la sala 2 está plácida y a su temperatura idónea? ¿por qué se empeña la alarma en alarmar de lo que no existe? Esa alarma que avisa de los que no existe me parece una justa analogía con los profetas y porque la alarma ha sonado de forma tan anárquica, tan sin estilo, me ha venido a las mientes la falta de estilo de Dios que podía usar tanto al rústico Amós como al cortesano Isaías para predecir incluso un mismo hecho.
El día acaba. El silencio cabe en el mundo entero. Sé que fuera, extramuros del palacio, existen las terrazas, existe el mar, existen grupos de personas y piaras de cerdos; sé que aún quedará en pie más de un cedro libanés; sé que mi hija cuida de nuestro perro en una de las tierras más bendecidas por las leyendas como es Galicia; sé que algún día, a no mucho tardar, mi hija llorará sobre mi tumba -o sobre mi urna- y habré pasado por este mundo con la gloria de haber sido consciente de estar en él, con la pena de haber sido -como todos- el primer hombre y haberme quedado, inevitablemente, al principio de todo; sé que recordaré estos días tan isleños (o a-islados) y esta sensación que no vivía desde que a los diecinueve años estuve durante un mes de septiembre, en la isla de Menorca, en cala Fustán, viviendo solo en una cueva preciosa sin cerramiento, abierta al mar, a unos diez kilómetros de la carretera más cercana; entonces tenía que hacer una hoguera todos los días; ahora he de vigilar que no salten las alarmas y aún con todo la sensación, la emoción, es exactamente igual lo que me lleva a una última conclusión en este sexto día: yo, el de entonces, sigo siendo el mismo.
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