Tengo frente a mí un sobre con sello y membrete de Albania; mi nombre y mi dirección están escritos a mano, en tinta verde. La letra es de mi madre y el remitente es mi madre. La carta ha tardado veintiséis días en llegar. Mi madre la escribió dos días antes de morir, el 30 de julio.
Desde que esta mañana he cogido la carta del buzón no he hecho otra cosa que mirarla, ponerla al trasluz, olerla, confirmar que está bien sellada, sopesarla, dejarla encima de la mesa, volverla a coger. Cuando venía hacia mi lugar de trabajo, el palacio donde ejerzo mi nuevo oficio de guardés, he decidido traérmela conmigo. La he sacado al jardín, la he dejado encima de la mesa sin ningún peso encima aunque el viento hoy tuviera algo de fuerza. Quizá -he pensado mientras nadaba- quería que el viento se la llevara o una de las muchas urracas que sobrevuelan por la tarde mi nado. No ha sido así, el viento ha amainado y las urracas no han sentido interés ni por el sobre ni por el sello lo que confirma mi teoría de que las urracas nunca tuvieron alma de filatélicas. Tras nadar he hecho mis tareas y me he quedado un buen rato suspendido con las pinceladas que Pierre Auguste Renoir ha logrado convertir en una falda de joven. He salido de nuevo al jardín y he dejado la carta sobre la mesa de mármol de la cocina. He cenado y ha surgido un problema con una alarma de incendios que me ha tenido un buen rato entretenido y de nuevo por esta mente mía dispuesta a relacionar lo que no tiene posible relación, he pensado que quizá la alarma de incendios de lo que avisaba no era de un incendio en la sala 2 sino del incendio que la lectura de esa carta iba a provocar en mi vida. Solucionado el problema de la alarma, he bajado a mi habitación. Me he duchado. Me he puesto crema en el cuerpo y en la cara. Me he vestido de nuevo. He llamado a mi mujer para contarle que mi madre ha muerto y que la echo de menos aunque no la echo de menos porque mi madre haya muerto, la echo de menos porque hace más de un mes que no nos vemos y siento por ella eso que algunos hombres buenos llaman amor. No lo ha cogido. Desde hace varios días no lo coge. Yo sé que ella me avisó. Me dijo, No te preocupes si no te lo cojo, ya sabes que en la Antártida a veces no hay cobertura. La imagino blanca entra la blancura, decidida ante la ventisca, dominante con los perros, audaz hasta el delirio. Y aunque la amo y la imagino realmente así no sé por qué carajo le gusta jugarse la vida por lo menos una vez al año. Nunca se lo diré. Nunca me atrevería a ponerle en el brete de elegir entre mi tranquilidad y su búsqueda del riesgo. Cuando ella se va al Maelström o a la búsqueda de la más peligrosa de las serpientes o a un viaje de supervivencia extremo o a bajar los rápidos de no sé qué río mortal, me pregunto que verá en mí que le haga recordar en las frías noches de los inviernos, cuando nos juntamos el uno al otro, su amor por el peligro, por ponerse siempre ante el abismo y me queda el consuelo de pensar que nuestra relación -de forma harto sutil- contiene la necesaria dosis de riesgo que ella tanto anhela. En todo caso me hubiera gustado contarle y decirle que hoy mismo he recibido una carta de mi madre y que llevo todo el día -literalmente- dándole vueltas sin decidirme a abrirla porque no vaya a ser que su lectura incendie mi vida. Me gustaría contárselo porque estoy convencido de que ella me alentaría y le parecería de lo más excitante y seguro que me diría algo así como, Y si incendia tu vida, ¿qué? Tendrás que apagarla o consumirte en tu propio fuego.
Ahora la tengo aquí, ante mí y sé que esta noche no la abriré. Estoy cansado. Mañana, una vez haya dormido, entonces sí. La leeré por la mañana, en el porche trasero, con la fresca luz de los últimos días de agosto, mientras bebo un café con un poquito de leche e inhalo las primeras caladas de la jornada. La leeré frente a La Primavera a la que hoy, tras el nado, he acariciado el pecho. La leeré con los pájaros como únicos testigos de mi solemnidad.
Desde que esta mañana he cogido la carta del buzón no he hecho otra cosa que mirarla, ponerla al trasluz, olerla, confirmar que está bien sellada, sopesarla, dejarla encima de la mesa, volverla a coger. Cuando venía hacia mi lugar de trabajo, el palacio donde ejerzo mi nuevo oficio de guardés, he decidido traérmela conmigo. La he sacado al jardín, la he dejado encima de la mesa sin ningún peso encima aunque el viento hoy tuviera algo de fuerza. Quizá -he pensado mientras nadaba- quería que el viento se la llevara o una de las muchas urracas que sobrevuelan por la tarde mi nado. No ha sido así, el viento ha amainado y las urracas no han sentido interés ni por el sobre ni por el sello lo que confirma mi teoría de que las urracas nunca tuvieron alma de filatélicas. Tras nadar he hecho mis tareas y me he quedado un buen rato suspendido con las pinceladas que Pierre Auguste Renoir ha logrado convertir en una falda de joven. He salido de nuevo al jardín y he dejado la carta sobre la mesa de mármol de la cocina. He cenado y ha surgido un problema con una alarma de incendios que me ha tenido un buen rato entretenido y de nuevo por esta mente mía dispuesta a relacionar lo que no tiene posible relación, he pensado que quizá la alarma de incendios de lo que avisaba no era de un incendio en la sala 2 sino del incendio que la lectura de esa carta iba a provocar en mi vida. Solucionado el problema de la alarma, he bajado a mi habitación. Me he duchado. Me he puesto crema en el cuerpo y en la cara. Me he vestido de nuevo. He llamado a mi mujer para contarle que mi madre ha muerto y que la echo de menos aunque no la echo de menos porque mi madre haya muerto, la echo de menos porque hace más de un mes que no nos vemos y siento por ella eso que algunos hombres buenos llaman amor. No lo ha cogido. Desde hace varios días no lo coge. Yo sé que ella me avisó. Me dijo, No te preocupes si no te lo cojo, ya sabes que en la Antártida a veces no hay cobertura. La imagino blanca entra la blancura, decidida ante la ventisca, dominante con los perros, audaz hasta el delirio. Y aunque la amo y la imagino realmente así no sé por qué carajo le gusta jugarse la vida por lo menos una vez al año. Nunca se lo diré. Nunca me atrevería a ponerle en el brete de elegir entre mi tranquilidad y su búsqueda del riesgo. Cuando ella se va al Maelström o a la búsqueda de la más peligrosa de las serpientes o a un viaje de supervivencia extremo o a bajar los rápidos de no sé qué río mortal, me pregunto que verá en mí que le haga recordar en las frías noches de los inviernos, cuando nos juntamos el uno al otro, su amor por el peligro, por ponerse siempre ante el abismo y me queda el consuelo de pensar que nuestra relación -de forma harto sutil- contiene la necesaria dosis de riesgo que ella tanto anhela. En todo caso me hubiera gustado contarle y decirle que hoy mismo he recibido una carta de mi madre y que llevo todo el día -literalmente- dándole vueltas sin decidirme a abrirla porque no vaya a ser que su lectura incendie mi vida. Me gustaría contárselo porque estoy convencido de que ella me alentaría y le parecería de lo más excitante y seguro que me diría algo así como, Y si incendia tu vida, ¿qué? Tendrás que apagarla o consumirte en tu propio fuego.
Ahora la tengo aquí, ante mí y sé que esta noche no la abriré. Estoy cansado. Mañana, una vez haya dormido, entonces sí. La leeré por la mañana, en el porche trasero, con la fresca luz de los últimos días de agosto, mientras bebo un café con un poquito de leche e inhalo las primeras caladas de la jornada. La leeré frente a La Primavera a la que hoy, tras el nado, he acariciado el pecho. La leeré con los pájaros como únicos testigos de mi solemnidad.