Una tarde, sentado en el suelo de la cubierta del carguero, ya mediada la travesía y una vez disipado el temor de que el marinero filipino y sus colegas me tiraran por la borda por no haberme sometido a sus deseos sodomitas, recordé la selva junto a Oliveira y la noche de las luciérnagas. Y supe que nunca más vería a Oliveira (como así fue) y supe que el mar que ahora contemplaba, al amanecer, tenía una carga simbólica que me llevaba de Oliveira, la selva y las luciérnagas a mi madre vestida de enfermera y con una cofia ridícula en la cabeza. No quise saber porque establecía una analogía entre mi madre y las luciérnagas ni por qué pensé que era una verdadera lástima que Oliveira no hubiera sido embajador en Tirana en la época en que mi madre era tan aficionada a ellos; pensé que Oliviera y mi madre tenían algo en común y era la desnudez de sus comentarios, la ausencia de culpa, cierto desabrimiento y tenían a la par, ambos, algo de páramo y algo de jungla y en ellos se conjugaba, como en el desierto, lo seco y lo húmedo.
Todo esto pensaba en la cubierta del carguero con bandera polaca mientras el amanecer se iba haciendo fuerte y había algo triste en ese hacerse la luz sentado en el suelo de madera de balsa de un carguero polaco sucio y lento e imaginaba, febril como estaba, que si los amaneceres fueran como si una legión de luciérnagas inundara cada día nuestro espacio, el día sería mucho más hermoso y sobre todo mucho más misterioso porque tanta luz, así, a golpe de estrella, colocaba al mundo desnudo porque ni la sombra de la luz podía especular con la luz misma al quedarse la sombra, en relación con ella, exenta de matices; la luz ciega el matiz de la sombra, lo vuelve invisible. Y algo así pasaba con mi madre y de alguna forma con Oliveira. Eran pura luz. Golpes de luz. Y al ser así me costaba encontrar en ellos matices de, por ejemplo, dulzura o duda o temblor como sí ocurre con la luz de las luciérnagas que tanto me enseñaron desde el primer día que las vi.
No quería que terminara de amanecer sobre el mar. No quería que el sol se hiciera dueño de las sombras y las sacara a la luz. No quería la luz porque en el momento en que sentía todo aquello, el mar estaba oscuro y al mismo tiempo una levísima coloración rosácea se dejaba ver cuando el movimiento de las aguas las elevaba y el cielo se iba decidiendo a ser algo más que un gran manto negro picado de luciérnagas no siendo todavía más que un esbozo de color. Todas aquellas emociones debían nacer de mi propia representación del mundo y por alguna necesidad mundana debía buscar lo refulgente, lo incontestable, lo poderoso y no tanto para reafirmarme en mi pusilanimidad sino para hacerme dudar de ella. Los opuestos pensaba con la voz de Oliveira cuando resonaba en la selva como el chillido de un capuchino. La fuerza pensaba con la voz de mi madre cuando me tocaba los bíceps y los tachaba de enclenques.
El día de hoy me ha hecho recordar aquel estado febril en la cubierta del carguero. He sentido a lo largo de todo el día la necesidad de que el sol, cuando menos, se eclipsara y he deseado que una plaga de luciérnagas inundara la tarde hasta dejarla convertida en puntos de luz rodeados de sombra. Y como no ha ocurrido he llorado, por fin, por la muerte de mi madre.
Todo esto pensaba en la cubierta del carguero con bandera polaca mientras el amanecer se iba haciendo fuerte y había algo triste en ese hacerse la luz sentado en el suelo de madera de balsa de un carguero polaco sucio y lento e imaginaba, febril como estaba, que si los amaneceres fueran como si una legión de luciérnagas inundara cada día nuestro espacio, el día sería mucho más hermoso y sobre todo mucho más misterioso porque tanta luz, así, a golpe de estrella, colocaba al mundo desnudo porque ni la sombra de la luz podía especular con la luz misma al quedarse la sombra, en relación con ella, exenta de matices; la luz ciega el matiz de la sombra, lo vuelve invisible. Y algo así pasaba con mi madre y de alguna forma con Oliveira. Eran pura luz. Golpes de luz. Y al ser así me costaba encontrar en ellos matices de, por ejemplo, dulzura o duda o temblor como sí ocurre con la luz de las luciérnagas que tanto me enseñaron desde el primer día que las vi.
No quería que terminara de amanecer sobre el mar. No quería que el sol se hiciera dueño de las sombras y las sacara a la luz. No quería la luz porque en el momento en que sentía todo aquello, el mar estaba oscuro y al mismo tiempo una levísima coloración rosácea se dejaba ver cuando el movimiento de las aguas las elevaba y el cielo se iba decidiendo a ser algo más que un gran manto negro picado de luciérnagas no siendo todavía más que un esbozo de color. Todas aquellas emociones debían nacer de mi propia representación del mundo y por alguna necesidad mundana debía buscar lo refulgente, lo incontestable, lo poderoso y no tanto para reafirmarme en mi pusilanimidad sino para hacerme dudar de ella. Los opuestos pensaba con la voz de Oliveira cuando resonaba en la selva como el chillido de un capuchino. La fuerza pensaba con la voz de mi madre cuando me tocaba los bíceps y los tachaba de enclenques.
El día de hoy me ha hecho recordar aquel estado febril en la cubierta del carguero. He sentido a lo largo de todo el día la necesidad de que el sol, cuando menos, se eclipsara y he deseado que una plaga de luciérnagas inundara la tarde hasta dejarla convertida en puntos de luz rodeados de sombra. Y como no ha ocurrido he llorado, por fin, por la muerte de mi madre.