Me dice Oliveira, Tiremos el muerto. Lo cogemos, él por los tobillos, yo por las axilas y lo lanzamos al río que se lo traga de inmediato en su propia oscuridad. Antes de que lleguemos al bohío escuchamos animales carnívoros en busca del alimento.
Dice Oliveira al dueño, Ni una palabra de esto. Sírvenos dos rones con un chin de limón. ¿Te gusta el ron? Le respondo que sí.
Miro a Oliveira. No sé cómo agradecerle la vida que me acaba de alargar. Al final levanto mi vaso de ron y sólo le digo, Gracias. Oliveira sonríe y se bebe el ron de un solo trago.
A lo largo de la noche Oliveira y yo nos hacemos amigos. Se decía antiguamente que en un principio los Hombres eran seres completos con dos cabezas, cuatro brazos, los dos sexos y que era tanto su poder que los dioses del Olimpo (y muchas otras mitologías) decidieron separarlos para debilitar su potencial. A mí sólo me ha pasado con Oliveira que sintiera de inmediato un amor inmenso, un deseo constante de estar con él, de compartir con él todo lo que durante tantos años me había guardado para mí solo. Oliveira fue el hombre que me enseñó que la generosidad y la confianza no son una cuestión de tiempo, son una cuestión de alma (ahora lo llaman empatía). Recuerdo de aquella noche las risas que surgieron casi de inmediato y me sorprendí en un momento al pensar que hacía apenas tres horas una faca iba a hundirse en mi hígado y allí iban a acabar mis días que hasta ese momento habían sido tan miserables como los de cualquier ser humano.
Me dice Oliveira, Fíjate que la imagen del amor es el amor a la vida. Piensa en los trabajos y fatigas de todos y cada uno de nosotros; piensa si quieres en las fatigas de lo más golpeados por la fortuna y en ese afán por seguir vivo, descubrirás la esencia del verdadero amor; el amor es dar y nosotros nos damos a la vida, sea ésta como sea. Por eso creo que el hombre que se suicida realmente nunca supo amar. Lo que no es mejor ni peor que saber. Es una cuestión de sentimientos.
El dueño del bohío quiere cerrar. Me pregunta si me quedo allí. Le digo que sí. Me invita Oliveira a su casa. Dice el dueño que lo pagado no se devuelve. Acepto la invitación de Oliveira.
Mientras caminamos por unos senderos que me va descubriendo Oliveira en la oscuridad selvática, me atrevo a preguntarle porqué me ha salvado. Oliveira calla un largo rato, un rato que a mí se me hace eterno, que me llega a hacer dudar si he hecho bien al hacerle esa pregunta. Por fin Oliveira me responde, Me gusta la vida y ese hombre quería acabar con ella. Tú no hacías nada. Sólo esperabas. No es importante. Ya llegamos.
Le digo a Oliveira, Tu nombre viene de olivo y yo me llamo Olmo. Los dos somos árboles.
Sonríe Oliveira. En la oscuridad se vislumbra una construcción tosca de madera.
Cuando le conozco Oliveira tiene setenta años. Yo acabo de cumplir veintisiete.
Duerme, me dice Oliveira, duerme, hijo. Es la primera vez que un hombre me llama hijo. Tumbado en una cama hecha de paja, junto a un hombre que me acaba de salvar la vida, pienso en mi madre. Pienso que le digo, Mamá, Oliveira me ha llamado hijo.
Dice Oliveira al dueño, Ni una palabra de esto. Sírvenos dos rones con un chin de limón. ¿Te gusta el ron? Le respondo que sí.
Miro a Oliveira. No sé cómo agradecerle la vida que me acaba de alargar. Al final levanto mi vaso de ron y sólo le digo, Gracias. Oliveira sonríe y se bebe el ron de un solo trago.
A lo largo de la noche Oliveira y yo nos hacemos amigos. Se decía antiguamente que en un principio los Hombres eran seres completos con dos cabezas, cuatro brazos, los dos sexos y que era tanto su poder que los dioses del Olimpo (y muchas otras mitologías) decidieron separarlos para debilitar su potencial. A mí sólo me ha pasado con Oliveira que sintiera de inmediato un amor inmenso, un deseo constante de estar con él, de compartir con él todo lo que durante tantos años me había guardado para mí solo. Oliveira fue el hombre que me enseñó que la generosidad y la confianza no son una cuestión de tiempo, son una cuestión de alma (ahora lo llaman empatía). Recuerdo de aquella noche las risas que surgieron casi de inmediato y me sorprendí en un momento al pensar que hacía apenas tres horas una faca iba a hundirse en mi hígado y allí iban a acabar mis días que hasta ese momento habían sido tan miserables como los de cualquier ser humano.
Me dice Oliveira, Fíjate que la imagen del amor es el amor a la vida. Piensa en los trabajos y fatigas de todos y cada uno de nosotros; piensa si quieres en las fatigas de lo más golpeados por la fortuna y en ese afán por seguir vivo, descubrirás la esencia del verdadero amor; el amor es dar y nosotros nos damos a la vida, sea ésta como sea. Por eso creo que el hombre que se suicida realmente nunca supo amar. Lo que no es mejor ni peor que saber. Es una cuestión de sentimientos.
El dueño del bohío quiere cerrar. Me pregunta si me quedo allí. Le digo que sí. Me invita Oliveira a su casa. Dice el dueño que lo pagado no se devuelve. Acepto la invitación de Oliveira.
Mientras caminamos por unos senderos que me va descubriendo Oliveira en la oscuridad selvática, me atrevo a preguntarle porqué me ha salvado. Oliveira calla un largo rato, un rato que a mí se me hace eterno, que me llega a hacer dudar si he hecho bien al hacerle esa pregunta. Por fin Oliveira me responde, Me gusta la vida y ese hombre quería acabar con ella. Tú no hacías nada. Sólo esperabas. No es importante. Ya llegamos.
Le digo a Oliveira, Tu nombre viene de olivo y yo me llamo Olmo. Los dos somos árboles.
Sonríe Oliveira. En la oscuridad se vislumbra una construcción tosca de madera.
Cuando le conozco Oliveira tiene setenta años. Yo acabo de cumplir veintisiete.
Duerme, me dice Oliveira, duerme, hijo. Es la primera vez que un hombre me llama hijo. Tumbado en una cama hecha de paja, junto a un hombre que me acaba de salvar la vida, pienso en mi madre. Pienso que le digo, Mamá, Oliveira me ha llamado hijo.