Durante un tiempo fui carnicero en Bratislava, bueno, en realidad, no fui exactamente carnicero, fui el hortera de la carnicería o el repartidor porque creo recordar que hortera sólo es el dependiente de una tienda de ultramarinos como manceba era la dependienta de una farmacia. En todo caso el carnicero jefe se empeñó en enseñarme el oficio y he de reconocer que el hombre amaba su trabajo y cuando alguien que ama su trabajo se empeña en enseñártelo, te das cuenta de los matices que encierra toda actividad humana, hasta la más humilde. También he de reconocer que no tuve tripas para aguantar tanto descuartizamiento y si no me puedo considerar vegetariano, apenas como carne por los recuerdos que me trae; dejé el trabajo por la pena que el carnicero tenía de que yo no amara como él la delicadeza de un corte hecho a la perfección para que cuando se friera todos los jugos, todos los nervios, todas las vetas realizaran a la perfección su función de agradar al paladar; la vida tiene estas cosas, me digo, hoy que el perro de abajo ha venido a morderme cuando salía de mi casa camino del palacio que cuido como si se tratara de mi propia hija; me digo, en esos momentos, que si hubiera amado el corte fino en la carne muerta quizás hoy me viera heredero de una carnicería en el mejor mercado de Bratislava, casado con una casquera que había enfrente y a la que no hacía ascos, ni ella a mí sólo que pensar en amarnos entre callos, mollejas, hígados, riñones y criadillas, arrastraba mi libido hacia oscuras catacumbas, sin hachos, profundas; me decía hoy, en las curvas del puerto, que si hubiera amado el cuchillo y la delicadeza de una carne magra, me habría pasado la vida entre lluvias, nieves y fríos, en un país que antes fue parte de otro, miserable como todos los países miserables, mal aprendiendo un idioma con demasiadas consonantes para mi gusto y llevando a una caterva de chiquillos a ver al Slovan de Bratislava; pero no fue así, no pude con las carnes muertas y me fui de nuevo y me cambié de ciudad y el día que me despedí de la casquera que se llamaba Alanna supe por su mirada que había imaginado todo lo que yo había imaginado y que en nuestros cuerpos quedaría para siempre la ausencia del otro. Y cuando terminaba el puerto me decía que por qué no había sucumbido a una vida sencilla, en una ciudad sencilla, casado con una mujer que se dedicaba a limpiar las tripas de las bestias mientras yo me dedicaba a cortar pescuezos, morrillos, agujas o rabos. Y cuando enfilaba la autovía me preguntaba por qué había dejado abandonada a mi madre en Tirana, jubilada de su profesión de enfermera y retirada de su afición que tan sólo me confesó en su lecho de muerte y por qué me fui a vivir a Manila donde no se me había perdido nada y donde tampoco encontré nada. Las preguntas, sin embargo, no han aplacado al perro de abajo que ha seguido mordiendo hasta que he nadado tanto que me he quedado como dormido, vagando por las salas del palacio donde están colgadas obras de Dalí y Miró y Fortuny y Rousignol y Nonell y Casas y Sorolla y Grané y Tapies y Sunyer y Urgell y Mir, sí, también Mir que se volvió loco en la isla de Mallorca...