Luna llena foto de Olmo Z.
Hoy cuando estaba nadando, ha caído una compresa en el agua de la piscina. Iba yo en mi crawl y de repente he vislumbrado a través de las gafas algo empañadas una masa blanca y rectangular del todo desconocida para mí. Me he detenido y ha resultado ser una compresa. La he cogido. La he dejado en el borde de la piscina y he seguido haciendo mi rutina de cincuenta largos.
Cuando se nada en realidad se está meditando porque la natación es un ejercicio de respiración como la meditación. Yo aprendí una forma de meditar que Krishnamurti calificaba de siesta que consistía en estar treinta minutos en la posición del loto (o similar) con los ojos cerrados y repitiendo un mantra. El mío era Om toum nahma. La meditación consistía en repetir el mantra. Lo que ocurría es que el pensamiento se disparaba y en vez de estar repitiendo el mantra uno se encontraba pensando en lo que iba a comer o cualquier otro pensamiento más profundo o más banal. La natación, como digo, es algo parecido. Yo me dedico a contar brazadas y largos. En esta piscina cada largo, a espalda, consta de ocho brazadas dobles. Pues bien, la anécdota de la compresa ha hecho que mi mente se disipara y en vez de contar me he puesto a pensar cómo era posible que aquella compresa hubiera llegado hasta ahí. Porque cuando he ido a la piscina no había nada en el agua (lo sé porque antes de nadar siempre me fijo en los reflejos en el agua y si hay alguno hermoso lo fotografío). La resultante pues es que, de la nada, porque no hay nadie en la casa, ninguna mujer, ha caído en la piscina mientras nadaba una compresa. Y en esos pensamientos, en la lucha entre contar brazadas y descubrir el misterio de la compresa aparecida, se me ha venido a las mientes que había sido la luna quien la había enviado a mi piscina para hacerse de notar y como reproche por no haber salido ayer por la noche a admirarla. Sólo que a mí la luna llena más que agradarme más bien me disgusta y me parece un culo blanco con las nalgas manchadas de mierda y me parece estúpida la relación que establecen tantos entre las mareas y los líquidos humanos, esos que dicen que si la luna influye en las mareas cómo no va influir en nosotros que somos un ochenta por ciento de agua. Yo les recomiendo a esos que así argumentan que coloquen setenta litros de agua en una bañera a ver si se hacen olas con la luna llena. En fin, pecados de la razón.
Cuando he terminado y me he secado, he recogido la compresa y la he tirado al cubo de la basura –lo que no sé por qué también me ha resultado simbólico- y luego he indagado un poco por los alrededores del jardín por si oía una conversación en la que entre risas de chicos jóvenes se hiciera algún comentario a la sorpresa del nadador de al lado al encontrarse flotando semejante atributo de mujer. Todo era silencio. Parecía el mundo absolutamente ajeno a la piscina, al jardín y a mi vida.
Cuando se nada en realidad se está meditando porque la natación es un ejercicio de respiración como la meditación. Yo aprendí una forma de meditar que Krishnamurti calificaba de siesta que consistía en estar treinta minutos en la posición del loto (o similar) con los ojos cerrados y repitiendo un mantra. El mío era Om toum nahma. La meditación consistía en repetir el mantra. Lo que ocurría es que el pensamiento se disparaba y en vez de estar repitiendo el mantra uno se encontraba pensando en lo que iba a comer o cualquier otro pensamiento más profundo o más banal. La natación, como digo, es algo parecido. Yo me dedico a contar brazadas y largos. En esta piscina cada largo, a espalda, consta de ocho brazadas dobles. Pues bien, la anécdota de la compresa ha hecho que mi mente se disipara y en vez de contar me he puesto a pensar cómo era posible que aquella compresa hubiera llegado hasta ahí. Porque cuando he ido a la piscina no había nada en el agua (lo sé porque antes de nadar siempre me fijo en los reflejos en el agua y si hay alguno hermoso lo fotografío). La resultante pues es que, de la nada, porque no hay nadie en la casa, ninguna mujer, ha caído en la piscina mientras nadaba una compresa. Y en esos pensamientos, en la lucha entre contar brazadas y descubrir el misterio de la compresa aparecida, se me ha venido a las mientes que había sido la luna quien la había enviado a mi piscina para hacerse de notar y como reproche por no haber salido ayer por la noche a admirarla. Sólo que a mí la luna llena más que agradarme más bien me disgusta y me parece un culo blanco con las nalgas manchadas de mierda y me parece estúpida la relación que establecen tantos entre las mareas y los líquidos humanos, esos que dicen que si la luna influye en las mareas cómo no va influir en nosotros que somos un ochenta por ciento de agua. Yo les recomiendo a esos que así argumentan que coloquen setenta litros de agua en una bañera a ver si se hacen olas con la luna llena. En fin, pecados de la razón.
Cuando he terminado y me he secado, he recogido la compresa y la he tirado al cubo de la basura –lo que no sé por qué también me ha resultado simbólico- y luego he indagado un poco por los alrededores del jardín por si oía una conversación en la que entre risas de chicos jóvenes se hiciera algún comentario a la sorpresa del nadador de al lado al encontrarse flotando semejante atributo de mujer. Todo era silencio. Parecía el mundo absolutamente ajeno a la piscina, al jardín y a mi vida.
Sólo que cuando he repasado los dos primeros elementos de este alejamiento: piscina y jardín me han vuelto a parecer puñeteramente simbólicos y no he tenido más remedio que decidir escribir hoy sobre la función del símbolo en el hombre. Y de nuevo una especie de rebeldía contra el destino me ha hecho desistir de esa idea y en vez de crear una analogía que llevara en última instancia a lo que la había causado, he decidido hacer lo contrario: contar la causa de lo que podría convertirse en símbolo.
Me pasa desde que descubro cuán arraigado está entre los sabelotodo el método lógico de la argumentación: antítesis, tesis, síntesis. Y lo poco sorprendente que resulta argüir siempre con el mismo esquema.
Y encima recuerdo después de haberme duchado y haberme hecho unas fotos de diferentes partes de mi cuerpo, una conversación que tuve con alguien que quería hacerme ver lo difícil que era conseguir llegar a donde él no había llegado y me jodía, hoy -tras las fotos, la mierda de luna y la compresa en la piscina- no haberle dicho ese mismo día, en esa misma conversación, por más que hubiera sido yo quien le había llamado para pedirle contactos y ayuda, que me parecía simple y llanamente un soberbio y un puto gilipollas y que se podía meter su jerarquía por su puto orto y haberle hecho ver cuánto sentía haberme trasladado hasta ese café para encontrarme con semejante comemiedda (pronunciado como un cubano).
Todo esto debe ser también porque tengo un tapón en el oído derecho y ya se sabe que los sordos tenemos muy mala leche.
Me pasa desde que descubro cuán arraigado está entre los sabelotodo el método lógico de la argumentación: antítesis, tesis, síntesis. Y lo poco sorprendente que resulta argüir siempre con el mismo esquema.
Y encima recuerdo después de haberme duchado y haberme hecho unas fotos de diferentes partes de mi cuerpo, una conversación que tuve con alguien que quería hacerme ver lo difícil que era conseguir llegar a donde él no había llegado y me jodía, hoy -tras las fotos, la mierda de luna y la compresa en la piscina- no haberle dicho ese mismo día, en esa misma conversación, por más que hubiera sido yo quien le había llamado para pedirle contactos y ayuda, que me parecía simple y llanamente un soberbio y un puto gilipollas y que se podía meter su jerarquía por su puto orto y haberle hecho ver cuánto sentía haberme trasladado hasta ese café para encontrarme con semejante comemiedda (pronunciado como un cubano).
Todo esto debe ser también porque tengo un tapón en el oído derecho y ya se sabe que los sordos tenemos muy mala leche.