Tras una gran cristalera se alza la masa imponente de una gran montaña.
La escalera de Jacob.
Por el escenario cuerpos jóvenes se mueven lánguidos y sexuales hasta llegar a la desnudez.
La desnudez. El pecho. Los testículos. Las nalgas.
Recuerdo la montaña mágica. El maravilloso grupo de enfermos pulmonares tan cerca de la muerte que vivían sus presentes ausentes de esperanza y por lo mismo lo vivían con la intensidad propia de un ataque de tos (sangre, flema, ansia de aire).
En primer plano, contraviniendo la ortodoxia de la puesta escena, una mezzosoprano, bella como su técnica, enlaza escala tras escala, floritura tras floritura, un aria terca en su repetición y endiabladamente hermosa, mientras tras ella, ¡vade retro!, los cuerpos del cuerpo de baile nos cuentan la historia de una penetración posterior, de un abrazo, de una lengua, del despilfarro gozoso de los flujos. ¡Oh, si se pudiera hacer el amor con una voz!
Y, de repente, tras una noche de elevaciones, suspiros -solitarios, siempre solitarios-, recomendaciones y sonrisas ocurre el milagro de una muchacha triste en una conferencia sobre los cantos sefardís.
Los cantos sefardís. La cocina y las mujeres sefardís. La cábala y su mundo mágico-aritmético. Y un hombre entregado a su causa (¿Cuál es esa causa? ¿Por qué tanto empeño?) canta y explica, graciosamente, cordobesamente, lucenamente, la gloria de la raza errante, la que indujo a tantos a creer en el castigo, en la salvación y en Él-(oi) y mientras canta, la muchacha triste acoge en su mano izquierda su seno derecho y el que escribe, mientras escucha, quisiera presentarse a la muchacha triste y decirle: Quisiera, muchacha triste, ser hueco de tu mano izquierda.
La orquesta barroca y los cantos sefardís se armonizan en una misma tonalidad: la generación de la vida. Pero algo ocurre distinto entre los públicos que acuden a la ópera barroca y la conferencia de cantos sefardís. Los primeros -burgueses envejecidos de abono teatral- se ofenden de la desnudez y se niegan a aplaudir. Los segundos celebran con un vino amontillado la esencia de la vida. La muchacha triste no bebe, entonces le ofrezco un vasito de vino y ella, entre rubor y soledad, rechaza cogerlo y se gira un poquito para ocultar cómo el rubor de sus mejillas ha encendido la luz de sus ojos azules. Y yo siento, mientras el conferenciante escribe la letra ה, que cuando menos me atreví a dirigirle la palabra y si hubiera habido más tiempo y si ella no hubiera salido escopetada tras la conferencia y si yo no hubiera sido todavía tímido, la habría perseguido como en la ópera barroca y la habría tomado entre mis brazos y dulcemente, mientras le canto un canto sefardí fusionado con armonías barrocas, hubiera besado su boca hasta llegar hacia allí.
La escalera de Jacob.
Por el escenario cuerpos jóvenes se mueven lánguidos y sexuales hasta llegar a la desnudez.
La desnudez. El pecho. Los testículos. Las nalgas.
Recuerdo la montaña mágica. El maravilloso grupo de enfermos pulmonares tan cerca de la muerte que vivían sus presentes ausentes de esperanza y por lo mismo lo vivían con la intensidad propia de un ataque de tos (sangre, flema, ansia de aire).
En primer plano, contraviniendo la ortodoxia de la puesta escena, una mezzosoprano, bella como su técnica, enlaza escala tras escala, floritura tras floritura, un aria terca en su repetición y endiabladamente hermosa, mientras tras ella, ¡vade retro!, los cuerpos del cuerpo de baile nos cuentan la historia de una penetración posterior, de un abrazo, de una lengua, del despilfarro gozoso de los flujos. ¡Oh, si se pudiera hacer el amor con una voz!
Y, de repente, tras una noche de elevaciones, suspiros -solitarios, siempre solitarios-, recomendaciones y sonrisas ocurre el milagro de una muchacha triste en una conferencia sobre los cantos sefardís.
Los cantos sefardís. La cocina y las mujeres sefardís. La cábala y su mundo mágico-aritmético. Y un hombre entregado a su causa (¿Cuál es esa causa? ¿Por qué tanto empeño?) canta y explica, graciosamente, cordobesamente, lucenamente, la gloria de la raza errante, la que indujo a tantos a creer en el castigo, en la salvación y en Él-(oi) y mientras canta, la muchacha triste acoge en su mano izquierda su seno derecho y el que escribe, mientras escucha, quisiera presentarse a la muchacha triste y decirle: Quisiera, muchacha triste, ser hueco de tu mano izquierda.
La orquesta barroca y los cantos sefardís se armonizan en una misma tonalidad: la generación de la vida. Pero algo ocurre distinto entre los públicos que acuden a la ópera barroca y la conferencia de cantos sefardís. Los primeros -burgueses envejecidos de abono teatral- se ofenden de la desnudez y se niegan a aplaudir. Los segundos celebran con un vino amontillado la esencia de la vida. La muchacha triste no bebe, entonces le ofrezco un vasito de vino y ella, entre rubor y soledad, rechaza cogerlo y se gira un poquito para ocultar cómo el rubor de sus mejillas ha encendido la luz de sus ojos azules. Y yo siento, mientras el conferenciante escribe la letra ה, que cuando menos me atreví a dirigirle la palabra y si hubiera habido más tiempo y si ella no hubiera salido escopetada tras la conferencia y si yo no hubiera sido todavía tímido, la habría perseguido como en la ópera barroca y la habría tomado entre mis brazos y dulcemente, mientras le canto un canto sefardí fusionado con armonías barrocas, hubiera besado su boca hasta llegar hacia allí.