Pabellón de reposo. Versión de Loygorri. 2020 (en base a un daguerrotipo de Alexis Gouin. 1850)
16h. 43m.
Enfermo el mundo de los humanos, mi cuerpo es un pabellón de reposo. No así mi mente que vaga loca por las noches en busca de un argumento que la sostenga cuerda. La otra naturaleza se mantiene monótona en su progresión y ya nadie en los noticieros del mundo habla del calentamiento global ni tampoco se comenta que de la tuberculosis mueren anualmente más de 1.000.000 de personas al año. Todos los años. Todos los putos años. Personas pobres. Enfermedad de pobres. Desde hace tantos años. Miles de años. Neolítico.
Mi cuerpo, escribía, es un pabellón de reposo. Es mi cara una venda blanca y mi pelo negro, largo como las crines de Amaltea -si es que Amaltea tuvo crines negras mientras estuvo al cuidado del Zeus púber- se mece bajo la cadencia de mis manos que recorren su longitud una y otra vez. ¡Oh, si yo hubiera sido cabra y de uno de mis cuernos surgiera la abundancia! Mi cuello largo y delgado se deja llevar por los caprichos de mi humor y aunque intento mantenerlo firme y recto, me descubro muchas veces con él inclinado como la niña que con esa postura parece preguntar o esperar algo. Sí, es mi cuerpo un pabellón de reposo que llevara abandonado muchos años y sobre el que la vegetación se hubiera ido lanzando y hubiera conquistado ya los muros exteriores, los terrazos, la torre y un campanario. Pronto la yedra, las malas hierbas, los tomillos, los romeros, la jara y alguna semilla de encina invadirán mi interior y al final me habré convertido en uno de esos templos que fueron abandonados en mitad de la jungla de Camboya y que hoy son cobijo de monos y de plantas trepadoras.
Enfermo el mundo de los humanos mi perra no entiende sus síntomas y se pasa el día bajo la cama, aquélla en la que no hace tanto un hombre y yo retozamos mientras nos gritábamos al oído pequeñas obscenidades que quizá le hubieran hecho sonreír al bueno de Vian. Cuando cae la tarde y la luz es la más bella del mundo, consigo que salga, me siento a su lado, cepillo su pelo blanco y le cuento un cuento de Las mil y una noches. Ella me mira como si quien la cepillara fuera un pabellón de reposo invadido por las plantas y lame mis mejillas como el perro que falto de calcio lamiera las paredes de yeso en un pueblo extremeño.
Enfermo el mundo humano me vestiré con una gasa negra.
Enferma de esta soledad de tantos años. A punto de ser invadida. Pabellón de reposo de principios de siglo. En lo alto de una montaña. Un piano es tocado en el salón principal. Pronto los residentes bajarán para el cocktail de las siete; las mujeres vestidas de largo, los hombres de chaqué. Grandes miradores ofrecen una vista imperial de las montañas más jóvenes del mundo y por el aire navegan los perfumes más caros que se puedan hallar en una boutique. La noche cae. El frío aumenta. El pabellón de reposo está a rebosar. Es temporada alta. Andan los precios desorbitados. Se ha puesto el cartel de no va más. Todas las arañas están encendidas. En todas las chimeneas arde madera de castaño. Las cocinas no dan a basto y el personal se mueve frenético entre la clientela. Tan sólo los doctores y las enfermeras se han retirado y descansan de la larga jornada en sus habitaciones del piso superior.
Silencio. La magia del recuerdo se ha ido. El pabellón de reposo está vacío. Rotas las vidrieras. Saqueados los remaches. Irreconocibles los trampantojos. Los cristales de la claraboya del vestíbulo central mueren en el suelo y de ella tan sólo queda su esqueleto. Allá en lo alto, a merced de los vientos. Justo ahora un cuervo se ha posado en una de sus varillas de hierro. ¡Picotéame el pecho, cuervo! ¡Llega hasta mi corazón para que sienta algo, aunque ese algo sea dolor!
Enfermo el mundo de los humanos ya no soy más que las ruinas de un pabellón de reposo.