22h 03m.
Ella se acercaba muy despacio. Glosa: La velocidad a la que ella se acercaba es tan relativa como la calma en la ola. Digamos que a él le venía bien para su idea el que ella se acercara más despacio que deprisa.
Era la mañana de los últimos días de viento. Tras los vientos vendrían las lluvias y todo quedaría anegado: los caminos, los campos, los pueblos, incluso algunas ciudades medianas. No las grandes ciudades y menos aún las grandes ciudades de occidente.
Glosa: Quizá se pueda ver aquí una auto-referencia. En el verano de 2015, el autor escribió una serie de poemas en los que empezaba con un verso parecido a "Porque nací en las grandes ciudades de occidente..." . También puede ser que por su mente, mediante la asociación libre, tan cara a los poetas, hubiera relacionado lo que estaba escribiendo con, por una parte, el monzón y por otra las megalópolis chinas.
Recuerda en todo caso el viento y las densas nubes cuyos tonos quería retener en la memoria para que al volver a casa y sentarse ante su mesa de estudio pudiera pintarlas al pastel. En los últimos meses se había aficionado -de nuevo- a la pintura y todo lo miraba con ojos de pintor; un pintor, en todo caso, desgraciado porque la distancia que mediaba entre su mente a la hora de imaginar una pintura y el hecho de pintarla -y su resultado- se alejaban tanto que muchas veces decaía y creía que nunca llegaría a conseguir que su mano pensara como lo hacía su mente.
No había nadie en aquellas vías pecuarias abandonadas desde que el ganado ya no trashumaba tan sólo la mujer que en la lejanía se iba acercando a una velocidad infinitesimal.
Glosa: Es evidente que aquí el autor hace una broma y parece ser que la llevó hasta unos límites que le acabaron desagradando porque en el manuscrito se ve un párrafo tachado a conciencia. Fruto de la casualidad o triquiñuela del autor, tan sólo en tan concienzuda tachadura se adivina una palabra cuántica lo que nos lleva a pensar a que a partir del adjetivo infinitesimal el autor deambuló por el mundo de lo ínfimo y quizá -paradojas del arte- la metáfora se le hizo demasiado grande.
Ella bajaba de las montañas, él comenzaba el ascenso. Al principio -como es natural dada la distancia que mediaba entre ambos- él no adivinó cómo iba vestida ella, ni si la conocía, ni, por supuesto, muy al principio -cuando apareció como un punto en su universo- supo si aquello era varón o hembra o simple entidad sin sexo. Además su cabeza andaba perdida en reproches muy antiguos, llenos de ira vieja y por lo tanto sin vigor. Él mismo se lo estaba diciendo, se decía, ¿Y qué? ¿A dónde me lleva que mañana tras mañana me persigan los mismos agravios? ¿Fueron agravios? ¿Fueron ciertos? Y si tuvieron visos de haber sido ¿Cómo ocurrieron los hechos? ¿Por qué me importa tanto? Sí, sí, es una mujer. No estaba seguro. Ahora ya lo estoy. Es una mujer. Quizá sea... no, no. En todo caso seguro que se desvía antes de que nos crucemos y me será imposible saber si era ella o no. No es verdad que me llegara a querer. Sé que hubo un momento cuando estaba a punto de morir en el que me miró por primera vez y sintió algo. ¿Será por eso? ¿Por que les dije que creía haber entrevisto un sentimiento favorable hacia mí por lo que se encerraron como si fueran una misma tortuga en un mismo caparazón y me dejaran fuera? ¡Malditos sean! ¡Cuánto me han importado! ¡Qué esfuerzo he de hacer para olvidar! ¡para no querer odiar! oh, viene con faldas nunca le había visto las piernas. Si me hubiera traído las gafas ya sabría si es ella. Sólo veo borrosamente unas piernas y a la altura de lo que creo que son los muslos una falda negra, muy corta, con este viento. Lástima que se vaya a desviar, lástima que no fuera capaz de reunirlos, obligarlos y hacerles hablar y hablar yo también, hablar o vomitar, no importa y si todos fuéramos buenos, personajes de una película con final feliz, mirarnos tras la conversación intensa, a los ojos y reconocernos, ya sin hablar, hasta que quedara el último, hasta que el último hubiera asistido al entierro de todos los demás, que el último fuera yo, reírme entonces, reírme con sal entonces, la última gran risa sobre las rosas funerales, sí, es ella, qué hermoso su pelo, que perfecta su madurez, creo que me va a sonreír y, como tantas veces, pasará de largo manejando con soltura el vaivén de sus brazos; siento pensar que me gustaría que justo poco antes de cruzarnos, una ráfaga de aire levantara el vuelo de su falda y me regalara de esta forma la visión de su monte velado por unas bragas no del todo opacas.
Glosa: Es así como transcribe el autor el monólogo interior del personaje. En la técnica que utiliza vemos cómo de nuevo recurre a su propia vida para dotar de la misma al personaje de papel. Se sabe que el autor terminó sus días encerrado en un manicomio y que la autorización para su encierro fue firmada -ante la muerte de los padres- por su hermano mayor en representación de los otros tres -en total eran cinco hermanos: tres chicos y dos chicas-. El episodio que está ya a punto de terminar, parece ser que le ocurrió al autor el mismo día en que fue retenido por los sanitarios y tras inyectarle un calmante de efectos devastadores para el sistema simpático fue llevado al manicomio de donde nunca más salió y donde murió solo y sin haber sido visitado ni una sola vez por ningún ser vivo. Por este motivo nos parece que el relato que está punto de terminar tiene un grado tal de patetismo que se podría comparar -sin caer en la exageración- al pathos de cualquier tragedia de la Grecia antigua.
Sí. Todos muertos. Una hilerita de tumbas en el cementerio de la ciudad con sus lápidas en las que, inscritas a cincel y a conciencia, se pudieran leer sus nombres, sus fechas de nacimiento y muerte y un epitafio escrito por mí. Por ejemplo, Fulanito de Tal y Pascual que nació el tanto de tantos de tantos y murió el tantos de tantos de tantos. Fue valiente con los débiles y cobarde con los fuertes. Es el otoño, su gesto es la hoja que cae del árbol y que alimentará la tierra para la primavera. Hoy no se desvía. Hoy viene hacia mí... y me mira. Si fuera capaz de decirle algo, decirle, Querida señora, hay el mundo fuerzas que no se pueden domeñar. Arráseme el alma para siempre, quémeme por dentro, destroce mi descanso pero le ruego, querida señora mía, que sólo por una vez me permita aspirar el olor de su cuello.
Glosa: aquí termina el relato de nuestro autor el cual, fiel a su último estilo (tuvo más de siete), deja el relato en suspenso. Nosotros hemos indagado en la posibilidad -anteriormente apuntada- de que este episodio le hubiera ocurrido a él así es que tomamos la decisión de viajar hasta el lugar donde vivió sus últimos meses libre y allí, indagando, buscando la vía pecuaria abandonada, conocimos a una mujer que respondía a la breve descripción que se da de la mujer del relato y tras sentarnos en un merendero y contarle nuestro propósito, nos relató lo siguiente: que en efecto había conocido a nuestro autor, que a ella también le atrajo, que estaba casada por aquel entonces y lo sigue estando y que una mañana de viento salió con una falda muy corta -cosa de la que se arrepintió aunque en su descargo comentara que cuando empezó su paseo la calma del aire era absoluta-, que se encontró con nuestro autor y que cuando se cruzó con él y ante la mirada de ilusión y de deseo y de timidez que le lanzó, ella le dijo, Yo siento lo mismo. Y que siguió andando y no se volvió y que el corazón le ardía y que en contra de todo lo que ella pensaba y había decidido, estaba dispuesta a volverse a encontrar con aquel hombre y que fuera -así no los dijo- lo que Dios quisiera.
Fotograma de L'Inmortelle de Alain Robbe-Grillet 1963