Storyville. Bellocq ca. 1907
21h 59m
No piensa morirse sin haber leído completo el último Ulises Se dejará los ojos. Se dejará la frente. Se dejará manosear la espalda por una meretriz de la Provenza mientras pasa página tras página y va llegando hasta el monólogo de Molly Bloom. ¡Oh, Molly Bloom!
La noche se ha vuelto fría y al volver una esquina se ha encontrado con el perro al que le daría una patada en la boca para que dejara de ladrar cuando le ve; en la esquina siguiente ha sentido sed de absenta y la ha buscado en los bares cercanos y ha creído olerla en un caramelo de anís. Ha pensado que a lo largo del invierno sus pies siempre están fríos y que llora demasiado cuando asiste al encuentro feliz en las vidas de los hombres. Le ha sorprendido la gran canoa que llevaba un muchacho esa noche camino del puerto y también que tras él apareciera el hijo de su amigo con una bicicleta, una bicicleta que era para él, un regalo para él, en un pueblo con mar donde poco antes un hombre le había dado miedo, un hombre con el que en algún momento del pasado compartió drogas sin que él lo recordará ni aún cuando el hombre, sonriendo, se lo dijera, ¿Qué drogas? se ha preguntado. ¿Qué pasado? también. Ha montado en su bicicleta nueva y ha creído que tenía oculto un motor que le ayudaba a pedalear. Ha sabido que la altura del sillín era la justa por la perfección con que su pierna izquierda se estiraba para poder ejercer toda la potencia en cada pedalada. Era la mañana. Hacía viento. En un pueblo junto al mar. Cerca del puerto. Le ha dicho, No pienso morirme sin haber leído completo el último Ulises y tras decirlo se ha encaminado hacia el bosque donde lujuriosas y libres dos serpientes se enlazaban en un musical encuentro sexual. El pecado no estaba en ellas. Ellas nunca fueron el pecado. El pecado está y siempre estuvo en Dios. Ha subido por el camino de tierra, bordeado de coníferas. Ha creído que a su lado izquierdo se mantenía camuflado un monasterio que fue, antaño, residencia de rey y al sudar ha sido consciente de que antes de morir habría terminado de leer el último, el último, el más último de los últimos Ulises.
La noche se ha vuelto fría y al volver una esquina se ha encontrado con el perro al que le daría una patada en la boca para que dejara de ladrar cuando le ve; en la esquina siguiente ha sentido sed de absenta y la ha buscado en los bares cercanos y ha creído olerla en un caramelo de anís. Ha pensado que a lo largo del invierno sus pies siempre están fríos y que llora demasiado cuando asiste al encuentro feliz en las vidas de los hombres. Le ha sorprendido la gran canoa que llevaba un muchacho esa noche camino del puerto y también que tras él apareciera el hijo de su amigo con una bicicleta, una bicicleta que era para él, un regalo para él, en un pueblo con mar donde poco antes un hombre le había dado miedo, un hombre con el que en algún momento del pasado compartió drogas sin que él lo recordará ni aún cuando el hombre, sonriendo, se lo dijera, ¿Qué drogas? se ha preguntado. ¿Qué pasado? también. Ha montado en su bicicleta nueva y ha creído que tenía oculto un motor que le ayudaba a pedalear. Ha sabido que la altura del sillín era la justa por la perfección con que su pierna izquierda se estiraba para poder ejercer toda la potencia en cada pedalada. Era la mañana. Hacía viento. En un pueblo junto al mar. Cerca del puerto. Le ha dicho, No pienso morirme sin haber leído completo el último Ulises y tras decirlo se ha encaminado hacia el bosque donde lujuriosas y libres dos serpientes se enlazaban en un musical encuentro sexual. El pecado no estaba en ellas. Ellas nunca fueron el pecado. El pecado está y siempre estuvo en Dios. Ha subido por el camino de tierra, bordeado de coníferas. Ha creído que a su lado izquierdo se mantenía camuflado un monasterio que fue, antaño, residencia de rey y al sudar ha sido consciente de que antes de morir habría terminado de leer el último, el último, el más último de los últimos Ulises.