Enramada. Fotografía de Olmo Z. Noviembre 2015
Fue al final del camino, donde da la vuelta el aire. Llovía y la lluvia y el color del mundo presagiaban una emoción intensa. Bajó el último trecho donde las raíces de un árbol, casi a ras de tierra, servían de escalón y al bajar, al acercarse al regato, nacido del deshielo y de abril, olió el mundo como se huele alguna vez. Se quedó quieto. Cerró los ojos y vio los pájaros que andaban escondidos en los árboles, sintió el roce de sus alas, sus patas en los nidos, el gusano en sus picos; vio el agua fluyendo, siempre el agua fluyendo hacia el lugar que en nada le incumbe y creyó vislumbrar entre su densidad una vida fértil como el vientre de la mujer en primavera. Estaba quieto. Sus brazos caían sin tensión. Sus manos sentían la lluvia y cierto frío semejante a la nube que todo lo cubría provocaba en él la tensión propia del final. No le hubiera importado morir. Quizá por eso empezó a llorar sin el esfuerzo del desahogo sino con la calma de la respiración del mundo. Cuando el mundo respira solo. Cuando nada ni nadie le obliga a jadear. No había comunión entre él y la naturaleza porque ambos, por fin, eran lo mismo y ese ser lo mismo provocaba una emoción sin nombre, una emoción que sólo el corazón sabe descifrar y acatar sin tiempo, sin articulación, sin devenir. De ese estado surgió la idea de haber comprendido algo. En su mente la imaginación le abrió su niñez y se miró en sus ojos de niño y supo entonces que antes, alguna vez, había sentido lo mismo. Supo que ese estado lo había vivido cuando en la alta infancia jugaba sentado en una silla con el celofán de un caramelo. Los sonidos del celofán eran entonces los que le hacían uno con la naturaleza. No había juicio. No había valoración. Tan sólo había sonido de caramelo.