Bobalicón. 4º aguafuerte de la serie Disparates. Francisco de Goya.1815-1819
Querría hablar con una sempiterna sonrisa en la boca. Ser vaca. ¡Qué importantes las Vacas! Los primeros templos de Mesopotamia eran al mismo tiempo vaquerías. Mejor sería decirlo al revés: las vaquerías tenían también la función de templos.
Se ha hurgado hasta meterse bien los dedos dentro de la herida como si Tomás se hubiera introducido en Cristo y fuera el mismo crucificado quien se hurgara en el lanzazo, algo incrédulo ante lo profundo de la herida que según sus cálculos atraviesa el lóbulo inferior de su pulmón izquierdo y provoca una hemorragia y melancolía.
Sí, son cataratas en sus ojos pero prefiere pensar, poéticamente, que lo que ve es el velo de Maya tupido. Ante la proximidad de la muerte, la apariencia se adensa.
¿Por qué ahora? ¿Por qué en este mes? Los sueños de la mañana se sincronizan con el sonido del motor de una lavadora y cree saberse en las tripas de un vapor, junto al émbolo que empuja los fluidos para que la rueda gire. ¿Qué rueda? ¿Qué gira? ¿Por qué esta humedad en el ano?
Tránsitos. Del silencio a la rueca. ¡Qué hay! ¡Qué me buscas! Si pierdo el aire. Si el aire se esconde. Si la gallinita ciega. Si al corro de la patata. Si amanece se oculta. Si anochece se abre como flor carnívora. No escudriña esas frases. No se planta dionisiaco entre sus pares. No alardea. No abre su boca y muestra los dientes que despedazan la comida. Podría ser trigo limpio. Podría ser salvado. Podría carecer de encías. Podría darse parte de su desaparición.
La tormenta se volverá cielo azul.
Sin piedad avanza por el desierto. Su ojos se mantienen fijos en un horizonte que fluctúa. Se diría -piensa- un horizonte líquido. Sólo que la luna, atrevida en su consanguinidad con el polvo de las estrellas, surge maldita y santa entre las brumas del atardecer. Satánica y Virgen cimbrea maliciosa sus caderas.
Ha navegado por todos los mares. Ha conocido multitud de costas. Ha pernoctado en viviendas de gentes amables y desconocidas. Ha compartido lecho. Ha sentido su piel distinta. Se ha mirado las manos varias horas. Ha dejado que las rodillas se llenen de polvo y ha producido en su cuerpo algo parecido a leche y miel (también produjo hace mucho, mucho tiempo, la voz de un ser sobrenatural).
La duna varía. Los vientos modelan los paisajes. Una montaña se yergue en el centro de un desierto como un gran corazón roto. El oso navega sobre un trozo no muy grande de hielo. Se busca un animal herido. Se encuentran restos de un lagar.
Sonríe. Aprieta. Sigue. Sigue. Esa anémona. Ese cangrejo. El bombón de amapola. La estirpe de los shogunes. Los exiliados. El agua fresca. La radiación termonuclear. Los últimos días del Olimpo. La rueca.
Dice, No me llamo. No es la voz del Hades. No es Minos dictando sentencia. Ni es Orfeo que, disimulado, se mimetiza con las rocas de la gruta que conducen a lo hondo del Mundo. Es que dice (quien sea), No, no me llamo.
Sólo tu boca, piensa (lo piensa quien dice no llamarse); sólo tu espalda; sólo tu piel; sólo tu lengua; sólo jugar en mitad de esta ciudad en la que han desaparecido los gorriones como si Mao Tse Tung hubiera resucitado para seguir siendo el Asesino de los Pájaros, él tan poeta.
Probará el aceite hirviendo. Se dejará engatusar por cualquiera. Llegará a su casa, ya de noche y cuando se tumbe en su cama sentirá el peso de las diez mil generaciones que le han precedido. Como si fuera flor de loto. Como si vistiera uniforme militar. Como si formara parte de una parada. O menos, simple rueda del remolque que transporta el misil.
Nada más. Sonríe. Nada más. Se acaricia. Nada más. Se excita. Nada más. Se arrepiente. Nada más. Se duerme. Nada más. Se muere. Nada más. Resucita. Nada más. Se descuartiza. Nada más. Se eleva. Nada más. Se acuna. Nada más. Retrocede. Nada más. Se pierde. Nada más. No es nada.