No sé qué tiene el día de hoy que siento la gana de aclarar. Esta vez es con respecto al artículo titulado Herida. Dos personas (dos mujeres creo, de una lo sé seguro, de la otra tan sólo sé el nombre que aparece cuando hace comentarios) se apiadaron, se compadecieron (en el mejor sentido de las palabras) de lo que en Herida contaba. Yo quiero aclarar lo siguiente (que de alguna forma emparenta con mi matización de la Aclaración anterior): en mi niñez el trato era mucho menos delicado con las personas y menos aún con los niños. Este cuidado excesivo a la infancia imagino que tendrá como una de sus causas la escasez actual de niños en los países ricos. En mi época éramos muchos, se había producido el baby-boom de la década de los sesenta. Por eso cuando a mí se me trataba de esa manera tan ruda, yo no me sentía especialmente maltratado, yo sentía que ése era el trato general a todos los niños. No había, para que nos entendamos, un zona de cuidados paliativos en los hospitales. Aguantar el dolor era máxima católica por excelencia. Y se aguantaba. Y por supuesto los hombres no lloraban y yo me sentí orgulloso cuando no lloré y mi padre me miró como diciéndome: ¡Has sido un valiente! La autoridad estaba muy por encima de la atención. El castigo corporal era norma habitual en el colegio El Sagrado Corazón de la calle Juan Bravo al que asistí durante siete años (a los doce años hice que me expulsaran. Esa ha sido la mayor proeza de mi vida), no sólo en mí sino en todos los que cometieran cualquier torpeza con respecto a la conducta y la aplicación. Y no sólo en ese maldito colegio sino en la mayoría de ellos. Fueron tiempos duros. Las cosas se hacían así porque así se hacían las cosas no por una especial predisposición al sadismo por parte de médicos y educadores. Ese es el rebaño humano. A veces las modas se convierten en modos... sólo a veces.