Querida Julia:
Hoy cumples 98 años. Ya sé que estás muerta (¡vaya que si lo sé). No importa. Hoy cumples 98 años. No recuerdo ahora el año que moriste. Probablemente en 2008 y sí recuerdo el año que naciste, 1914.
Sabes cuánto te echo de menos. Recuerdo tu número de teléfono 552 31 95 y la calle donde viviste Emilio Ortuño (este señor nacido en Orán fue ministro de Fomento durante el reinado de Alfonso XIII).
Esta mañana me he levantado inquieto, revuelto y no por ti que eres luz de la infancia, belleza de las personas sabias sino por mí. Ya sabes. Sí, tú sabes. Hoy es uno de esos días en los que te llamaría, tú cogerías y me dirías, Hombre Fernandoski, ¿qué tal estás hijo? y yo quizás hoy te contaría algunas cuitas, esas pequeñas cosas de las que un hombre no tiene derecho a quejarse pero que un niño sí puede expresar e incluso merece el mimo y el abrazo. Y tú me dirías, Anda, venga. Eso no es nada. Mira, vamos a hacer una cosa: vente a casa que estoy preparando un pisto y así charlamos un rato. Quizá fuera o quizá no. Si fuera, tú estarías vestida con tu bata de guata y tus zapatillas de andar por casa; tendrías tus uñas pintadas de rojo y la permanente que ondula tus cabellos grises como olitas de un mar pequeño. Entonces nos sentaríamos. Me pondrías una cerveza con aceitunas y hablaríamos del pasado, de aquello que nos ocurrió mientras vivimos juntos y en esa conversación larga y briosa, con tu castellano limpio de La Mancha y tu innnato sentido del humor, yo me iría sintiendo mejor y miraría tus ojos castaños que emanan toda la dulzura de una mujer que entregó su vida a una causa que quizá ni ella misma supo cuál era. Comeríamos en tu comedorcito y yo volvería a fijarme en los víveres que siempre almacenabas -arroz, alubias, café, azúcar, lentejas y tomate en conserva- por si otro general loco tenía la peregrina idea de iniciar otra matanza. Luego me harías un café y no me dejarías que fregase los platos, sí que te echara una mano recogiendo la mesa. Y entonces te entraría el sueño de la digestión y nos quedaríamos callados y yo te observaría dormitar en tu sillón con el radiador pequeñito que te regaló Antonio puesto en la tripa y arropada con tu vieja manta. Seguro que fuera llueve. Seguro que me levanto. Te beso despacio en la mejilla y te digo, Julia, me voy. Duerme. Mañana te llamo. Y tú te quedarías quietecita, escuchando la telenovela como antaño hacías mientras planchabas y escuchabas la radionovela. Porque siempre supiste escuchar. Porque siempre te gustó escuchar.
Felicidades, viejita.
Hoy cumples 98 años. Ya sé que estás muerta (¡vaya que si lo sé). No importa. Hoy cumples 98 años. No recuerdo ahora el año que moriste. Probablemente en 2008 y sí recuerdo el año que naciste, 1914.
Sabes cuánto te echo de menos. Recuerdo tu número de teléfono 552 31 95 y la calle donde viviste Emilio Ortuño (este señor nacido en Orán fue ministro de Fomento durante el reinado de Alfonso XIII).
Esta mañana me he levantado inquieto, revuelto y no por ti que eres luz de la infancia, belleza de las personas sabias sino por mí. Ya sabes. Sí, tú sabes. Hoy es uno de esos días en los que te llamaría, tú cogerías y me dirías, Hombre Fernandoski, ¿qué tal estás hijo? y yo quizás hoy te contaría algunas cuitas, esas pequeñas cosas de las que un hombre no tiene derecho a quejarse pero que un niño sí puede expresar e incluso merece el mimo y el abrazo. Y tú me dirías, Anda, venga. Eso no es nada. Mira, vamos a hacer una cosa: vente a casa que estoy preparando un pisto y así charlamos un rato. Quizá fuera o quizá no. Si fuera, tú estarías vestida con tu bata de guata y tus zapatillas de andar por casa; tendrías tus uñas pintadas de rojo y la permanente que ondula tus cabellos grises como olitas de un mar pequeño. Entonces nos sentaríamos. Me pondrías una cerveza con aceitunas y hablaríamos del pasado, de aquello que nos ocurrió mientras vivimos juntos y en esa conversación larga y briosa, con tu castellano limpio de La Mancha y tu innnato sentido del humor, yo me iría sintiendo mejor y miraría tus ojos castaños que emanan toda la dulzura de una mujer que entregó su vida a una causa que quizá ni ella misma supo cuál era. Comeríamos en tu comedorcito y yo volvería a fijarme en los víveres que siempre almacenabas -arroz, alubias, café, azúcar, lentejas y tomate en conserva- por si otro general loco tenía la peregrina idea de iniciar otra matanza. Luego me harías un café y no me dejarías que fregase los platos, sí que te echara una mano recogiendo la mesa. Y entonces te entraría el sueño de la digestión y nos quedaríamos callados y yo te observaría dormitar en tu sillón con el radiador pequeñito que te regaló Antonio puesto en la tripa y arropada con tu vieja manta. Seguro que fuera llueve. Seguro que me levanto. Te beso despacio en la mejilla y te digo, Julia, me voy. Duerme. Mañana te llamo. Y tú te quedarías quietecita, escuchando la telenovela como antaño hacías mientras planchabas y escuchabas la radionovela. Porque siempre supiste escuchar. Porque siempre te gustó escuchar.
Felicidades, viejita.