Laboratorios Sérriga se encontraba en un polígono industrial a las afueras de la ciudad. Era un edificio cúbico de muros azules turquesa, de cuatro plantas y con pocas ventanas. Cuando Leo Mariner aparcaba el ocaso casi estaba terminado. Se habían encendido unas farolas y hacía frío. Leo atravesó el vestíbulo al fondo del cual había una recepción circular de madera clara. La vigilante de seguridad no le quitó ojo mientras se acercaba. Era una mujer de unos cincuenta años, de aspecto jovial cuando la vio de cerca, con el pelo corto teñido de un rojo encendido. Leo Mariner le comunicó quién era con aire oficial y el motivo de su visita: una entrevista con el señor Sérriga, director del laboratorio. La vigilante le indicó dónde se encontraban los ascensores y el modo de llegar hasta el despacho. Le estaba esperando.
En contra absoluta de su costumbre, durante el trayecto en el ascensor, Leo se miró en el espejo y llegó a la conclusión de que su aspecto era el idóneo para su resurrección. La edad de cuarenta y un años le parecía la justa para emprender una nueva vida. Tan sólo necesitaba la confirmación.
El señor Sérriga resultó ser un hombre de treinta y cinco años, amable y conciso, con las ideas muy claras. Tan claras. Fueron directos a la cuestión que allí le llevaba: la relativa a la crionización de la señora van der Kloer y las proyecciones sobre el tiempo que aún quedaba para tener la tecnología necesaria para la descrionización. Leo miraba a través de la ventana mientras escuchaba la voz casi profesoral de Sérriga. La noche se había hecho dueña de todo. Cuando Sérriga terminó se hizo un silencio algo largo y algo incómodo. Leo pestañeó varias veces antes de pedirle a Sérriga los protocolos para crionizarse.
- ¿La cabeza o el cuerpo entero?, preguntó Sérriga.
- El cuerpo entero y la vitrificación del ADN mitocondrial.
- Por supuesto señor Mariner. Mi secretaria rellenará con usted los formularios.
- ¿Desde el momento en que firme entra en vigor el contrato?
- Jamás se me ocurriría engañar a un notario, respondió Sérriga en tono jocoso.
Sérriga se levantó, ofreció su mano a Leo y le acompañó hasta la puerta de su despacho.
- Si quiere usted ver las instalaciones.
- No, no, gracias. Otro día.
Leo Mariner rellenó con la secretaria del director todos los formularios y dejó un jugoso cheque como primer pago. El siguiente pago sería una vez crionizado con éxito y el tercero y último una vez vuelto a la vida para lo cual Leo Mariner debía de abrir un fondo a 213 años.
De vuelta a la ciudad por las carreteras de circunvalación, Leo percibía el mundo de otra forma. Parecía no estar ya aquí. Por primera vez pensó en sus hijos con cierta dosis de ternura y la luz sobre la vía le pareció de una belleza apabullante. Lloró mientras el frío y el ruido entraban en el coche. El viento se llevó sus lágrimas. Entró a la ciudad por la salida de la autovía más cercana a su destino. Reconoció los edificios, el soportal del número 13 de su calle, el bar de enfrente y la luz tras la ventana de su casa. Ella estaba.
En contra absoluta de su costumbre, durante el trayecto en el ascensor, Leo se miró en el espejo y llegó a la conclusión de que su aspecto era el idóneo para su resurrección. La edad de cuarenta y un años le parecía la justa para emprender una nueva vida. Tan sólo necesitaba la confirmación.
El señor Sérriga resultó ser un hombre de treinta y cinco años, amable y conciso, con las ideas muy claras. Tan claras. Fueron directos a la cuestión que allí le llevaba: la relativa a la crionización de la señora van der Kloer y las proyecciones sobre el tiempo que aún quedaba para tener la tecnología necesaria para la descrionización. Leo miraba a través de la ventana mientras escuchaba la voz casi profesoral de Sérriga. La noche se había hecho dueña de todo. Cuando Sérriga terminó se hizo un silencio algo largo y algo incómodo. Leo pestañeó varias veces antes de pedirle a Sérriga los protocolos para crionizarse.
- ¿La cabeza o el cuerpo entero?, preguntó Sérriga.
- El cuerpo entero y la vitrificación del ADN mitocondrial.
- Por supuesto señor Mariner. Mi secretaria rellenará con usted los formularios.
- ¿Desde el momento en que firme entra en vigor el contrato?
- Jamás se me ocurriría engañar a un notario, respondió Sérriga en tono jocoso.
Sérriga se levantó, ofreció su mano a Leo y le acompañó hasta la puerta de su despacho.
- Si quiere usted ver las instalaciones.
- No, no, gracias. Otro día.
Leo Mariner rellenó con la secretaria del director todos los formularios y dejó un jugoso cheque como primer pago. El siguiente pago sería una vez crionizado con éxito y el tercero y último una vez vuelto a la vida para lo cual Leo Mariner debía de abrir un fondo a 213 años.
De vuelta a la ciudad por las carreteras de circunvalación, Leo percibía el mundo de otra forma. Parecía no estar ya aquí. Por primera vez pensó en sus hijos con cierta dosis de ternura y la luz sobre la vía le pareció de una belleza apabullante. Lloró mientras el frío y el ruido entraban en el coche. El viento se llevó sus lágrimas. Entró a la ciudad por la salida de la autovía más cercana a su destino. Reconoció los edificios, el soportal del número 13 de su calle, el bar de enfrente y la luz tras la ventana de su casa. Ella estaba.