Aseguro que fueron así los hechos porque es mi letra. Está escrito en un papel continuo que me recuerda al rollo de papel higiénico. Fue así porque al principio está escrito: Yo, Olmo Z. escribo lo que sigue para no olvidar. Porque es importante no olvidar. Porque ahora me parece importante no olvidarlo. Importante para lo que queda.
Transcribo lo escrito sin omitir nada.
Carmen baja la ventanilla de coche. Estamos en el puerto. Asoma un poco la cabeza. El sol de la tarde baña su cara y se refleja en sus gafas de cristales oscuros. Dice, ¿Te gusta conducir? Y ríe como una idiota.
Salimos a la autopista. Ella está enviando mensajes con el móvil. No para de mirarlo. Lo lleva en su regazo. A veces me mira y me hace alguna pregunta. ¿De dónde soy? ¿Cuántos años tengo? ¿Por qué me hago el interesante?
El que debe ser el Guardés de la mañana se despide nosotros. Dice, Que lo paséis bien parejita. Con mi mando cierro el portón de la verja de entrada a la Casa Museo que alberga la colección privada de arte de un viejo magnate al que no he tenido la oportunidad de conocer. Carmen ríe y se impresiona con lo que ve. Hace fotos. El lujo a los miserables nos suele impresionar. Las envía. Me dice, Se las estoy mandando a Isabel. Mi cara debe de informarle que no sé quién es Isabel. Dice, Sí, mi amiga, tu vecina, la del segundo, la mujer de Diego, el cojo.
Carmen baja tras de mí. Siento su inquietud. En los humanos el descenso bajo tierra nos asusta. Dice, Dónde me llevas ¿a las mazmorras? Me sorprende que conozca la palabra mazmorra.
Le encanta mi habitación. Ha bajado con su mochila. Le digo que se puede cambiar en el baño. Yo lo haré en la habitación. Carmen, fingidamente alarmada, Trucos ninguno. Ni se te ocurra entrar. Respondo, Tienes pestillo. También avisa tú antes de salir del baño. Cierra Carmen la puerta. No echa el pestillo.
Calor de agosto. En el jardín. Ella se ha puesto un biquini de color azafrán que se recoge por encima de las caderas y que tan sólo cubre como si de un trozo de paño se tratara, la cima de su monte. Por detrás un hilo se le mete por la raja del culo. La parte de arriba apenas cubre el ancho del pecho que abarca el pezón. Todo lo demás está al aire. Es un pecho prieto de mujer madura y estéril.
Baño de ella. Yo la observo sentado en la mesa del porche que estará a unos quince metros del borde de la piscina. He preparado un piscolabis para cuando salga. Carmen nada mal. Es torpe. No se quiere mojar el pelo, dice. ¿Tú no te vas a bañar? Yo le respondo que no me gusta el agua. Miento y le digo que ni sé ni me gusta nadar. Ella grita, ¡Pero a ti te gusta algo, muchacho! ¡Menudo friki! Y chapotea.
Cae la tarde. Ella bebe vino blanco frío y toma con afectación una aceituna. Dice, Esto es vida. Me mira luego. Me dice, Me ducho y me llevas. Me lo prometiste. Le digo, No te lo prometí pero te llevo.
Se está duchando. Ha dejado la puerta del baño sin echar el cerrojo. Entro desnudo. Me meto en la ducha. Ella ríe. Sabía yo que esto te iba a gustar, exclama bajo el chorro templado de la ducha. Llevo mi mano al pelluzgón de su pubis. Ella echa mano a mi polla. Le meto un poco el dedo. Me muerde el cuello.
Estamos en la cama. Nos mordemos. Ella me empieza a comer la polla. Yo le empiezo a comer el coño. Ella muerde la base de mi miembro. Yo siento un dolor extraño. Ella muerde un poco más. Un poco más al filo. Yo llego a su clítoris y también lo muerdo pero lo muerdo más, muerdo su clítoris y se lo arranco de cuajo. Ella suelta un grito pavoroso y logra morderme el testículo izquierdo y me desgarra por completo el escroto. El testículo queda colgando del epidídimo. Mi dolor es tan intenso que río cuando me lo arranca con sus dientes y lo escupe. Y sólo sé que entonces, ambos como locos, en la habitación del sótano de la Casa Museo cerrada a cal y canto, con el techo retráctil echado, nos vamos a despedazar a mordiscos sin que nadie escuche nuestros alaridos y sé que sólo uno saldrá vivo así es que me dedico en cuerpo y alma a morderla al igual que ella me muerde a mí. Tuvo que ser cuando pude llegar a su cuello. Tuvo que ser cuando vi en su mirada su derrota. Tuvo que ser ese último instante supremo que lucha por sobrevivir cuando me lancé con las fauces abiertas sobre su cuello y de un solo mordisco llegué a su yugular y mis mandíbulas se cerraron sobre ella y apretaron y apretaron y apretaron y apretaron más y más a medida que ella iba soltando mi muslo derecho, el cual estaba medio comido y del que manaba sangre a espuertas como si me hubiera abierto la femoral.
Desfigurada, a pedazos, llena de mordiscos por todas partes, Carmen deja de respirar y aun sabiendo que ha muerto yo la sigo mordiendo y me la como hasta saciarme.
Método. Me limpio. Me curo. Me coso. Salgo de la habitación. Desarmo las alarmas. Voy hasta el cuarto del grupo electrógeno. Cojo los bidones de gasolina. Los distribuyo por pisos. Hay once bidones. Hay cuatro pisos. Rocío el cuerpo de Carmen. Voy rociando de gasolina planta a planta. No enciendo las luces. Tan sólo si sospechan algo desde la central podrán detenerme antes de que escape. Sólo que sé que por la mierda que les pagan no se pasan la noche entera mirando los monitores que emiten lo que recogen las cámaras de seguridad. Cuando llego a la biblioteca descuelgo el cuadro de Braque. La sujeción no es complicada. No tiene alarma propia. Si la hubiera tenido quizá me habrían podido pillar. Me parece que es el cuadro de Braque una buena recompensa no por el trabajo realizado –que ha sido una mierda- sino por el miedo que he vivido. Dejo un reguero de gasolina hasta el portón de la verja. Monto en el coche Son las cuatro y diez de la madrugada. Enciendo la gasolina. Me voy.
Desde un altozano. A unos pocos kilómetros de la Casa Museo. Veo el incendio. La llama ha prendido. El fuego lo ha arrasado todo. De nada ha servido la abnegada labor de los bomberos.
Estoy en una cueva. No sé cuando llegué aquí. No sé en qué país me encuentro. Sólo sé que la cueva está en un acantilado que da una cala y ésta a un mar. Estoy solo. Guardo los papeles que he transcrito. En la pared del fondo está colgado el Braque en el cual veo un pescado. Llamo al cuadro Pescado de Braque. Suelo pensar cuando lo miro –y lo miro mucho, más que al mar- que el miedo sí tiene un precio.
FIN