David de Michelangelo Buonarotti 1501-1504
XVIII
Las Cícladas de nuevo. Aquella primavera -¿era finales de mayo?-. Probablemente transcurrida una semana desde nuestra llegada a la cala. Conocimos a P., un joven que siempre caminaba desnudo y calzaba unas sandalias que a todos nos recordaban a las aladas sandalias del dios Hades, dios de los infiernos, dios de los ladrones, dios de los vagabundos.
Descripción de T. (recuerdo de un recuerdo, probable idealización): rizos de oro coronan su cabeza; unos rizos largos que casi llegan a la categoría de tirabuzones; su frente es ancha, despejada; sus arcos superciliares son los más bellos que he visto jamás y se diría que en ellos el arquitecto que los conformó, hizo la entrada perfecta a la catedral de sus ojos -como el maestro Mateo realizó el Pórtico de la Gloria para adentrarse en la Catedral de Compostela-; sus ojos de un verde otoñal, grandes y algo rasgados que parecen sonreír siempre que te miran están protegidos por unas pestañas largas y tupidas de un negro que contrasta con el castaño de sus cejas y el rubio de sus rizos; su nariz griega; sus labios carnosos como duraznos y sus dientes blancos como el interior de las conchas de las ostras; fuerte su cuello; hombros anchos; un pecho poderoso de pezones pequeños y unos brazos algo largos llenos de vida y fibra que desembocan en las manos elegantes de un joven que nunca trabajó con ellas; su cintura sin grasa; sus nalgas firmes que ejercen la función de capiteles corintios de unas piernas delgadas y hermosas como palas de trirremes griegas que terminan en unos pies delicados, de largos dedos y uñas perfectas. T. es más hermoso que una mujer porque es tan hermoso como ellas y como un hombre. T. es la pura juventud en la que aún no se he terminado de dividir para siempre el sexo (hermafroditismo).
Una mañana me levanto al alba en nuestra cueva. Él duerme. Está desnudo. Su falo está enhiesto; está circuncidado; su glande es más bonito que un fresón y menos rojo; sus testículos son pequeños y redondos, mayor el izquierdo. Su vello púbico tiene iridiscencias rojizas a la luz de la primera mañana. Me excitan el cuerpo y el alma de T.
Nadamos T. y yo juntos, acompasados, a lo largo del acantilado. Hemos bautizado nuestra cala. La llamamos Cala Nos porque es nuestra y nos mantiene constantemente húmedos. Nadamos a crawl hasta la oquedad que da entrada a la cueva lacustre. Buceamos, uno detrás del otro por el pasadizo subacuático que lleva hasta la cueva; llevamos atada a la cintura una redecilla donde almacenar las lapas con las que luego haremos un arroz. Somos felices porque nada nos duele e ignoramos el dolor que ya tuvimos. Somos libres de besarnos en las bocas si queremos. Aún no queremos.
Llegamos hasta el ara de piedra que en el centro del lago se levanta. Él hace de sacerdote. Yo de víctima sacrificial. Levanta sobre mi estómago la navaja que lleva para separar las lapas de la roca del acantilado, pronuncia unas palabras mistéricas y cuando va a hundir su filo en mi ombligo, se detiene, aparta el arma y me lo besa.
No se me puede olvidar hablar de P.; las hierbas de P.; las enseñanzas de P.
Descripción de T. (recuerdo de un recuerdo, probable idealización): rizos de oro coronan su cabeza; unos rizos largos que casi llegan a la categoría de tirabuzones; su frente es ancha, despejada; sus arcos superciliares son los más bellos que he visto jamás y se diría que en ellos el arquitecto que los conformó, hizo la entrada perfecta a la catedral de sus ojos -como el maestro Mateo realizó el Pórtico de la Gloria para adentrarse en la Catedral de Compostela-; sus ojos de un verde otoñal, grandes y algo rasgados que parecen sonreír siempre que te miran están protegidos por unas pestañas largas y tupidas de un negro que contrasta con el castaño de sus cejas y el rubio de sus rizos; su nariz griega; sus labios carnosos como duraznos y sus dientes blancos como el interior de las conchas de las ostras; fuerte su cuello; hombros anchos; un pecho poderoso de pezones pequeños y unos brazos algo largos llenos de vida y fibra que desembocan en las manos elegantes de un joven que nunca trabajó con ellas; su cintura sin grasa; sus nalgas firmes que ejercen la función de capiteles corintios de unas piernas delgadas y hermosas como palas de trirremes griegas que terminan en unos pies delicados, de largos dedos y uñas perfectas. T. es más hermoso que una mujer porque es tan hermoso como ellas y como un hombre. T. es la pura juventud en la que aún no se he terminado de dividir para siempre el sexo (hermafroditismo).
Una mañana me levanto al alba en nuestra cueva. Él duerme. Está desnudo. Su falo está enhiesto; está circuncidado; su glande es más bonito que un fresón y menos rojo; sus testículos son pequeños y redondos, mayor el izquierdo. Su vello púbico tiene iridiscencias rojizas a la luz de la primera mañana. Me excitan el cuerpo y el alma de T.
Nadamos T. y yo juntos, acompasados, a lo largo del acantilado. Hemos bautizado nuestra cala. La llamamos Cala Nos porque es nuestra y nos mantiene constantemente húmedos. Nadamos a crawl hasta la oquedad que da entrada a la cueva lacustre. Buceamos, uno detrás del otro por el pasadizo subacuático que lleva hasta la cueva; llevamos atada a la cintura una redecilla donde almacenar las lapas con las que luego haremos un arroz. Somos felices porque nada nos duele e ignoramos el dolor que ya tuvimos. Somos libres de besarnos en las bocas si queremos. Aún no queremos.
Llegamos hasta el ara de piedra que en el centro del lago se levanta. Él hace de sacerdote. Yo de víctima sacrificial. Levanta sobre mi estómago la navaja que lleva para separar las lapas de la roca del acantilado, pronuncia unas palabras mistéricas y cuando va a hundir su filo en mi ombligo, se detiene, aparta el arma y me lo besa.
No se me puede olvidar hablar de P.; las hierbas de P.; las enseñanzas de P.