11 de enero de 1966
Glosa
Viajo en el extraño invierno de mi propia desventura, no, no la de Ricardo III, que consiste en sentirme a disgusto conmigo mismo; desando y ando senderos que muy probablemente mañana no me sean gratos; cuando me hablan de la gente fuerte, que en todo ve una oportunidad no puedo evadirme del pensamiento de su llanto a solas, de su desesperación igual de fuerte, de su ansia de normalidad; viajo en el extraño invierno de mi propia desventura y me alegra de que el sol luzca y de que sea capaz de aguantar la embestida de los años y al mismo tiempo vuelo y me regodeo en esta pérdida de la vida que cimento un día y otro día; sería la escarcha; sería la belleza del vuelo del mirlo que hoy se ha escapado por las plumas del regocijo de Volga; siento en mis cabellos la flor de la ausencia; siento en mis manos la cadencia de una caricia que se aísla y se escapa sola, sin rumbo; veo en las página de Wislawa mis propias páginas y por extensión sospecho que las páginas de todos los seres humanos; porque ha de ser la fortaleza una cosa extraña como cuando surge en lo alto del bosque como construcción extraña al lugar que corona; viajo en esta mañana de diciembre: me he levantado tarde en el sentido de que mis propias responsabilidades me advierten de que me levanto tarde y tardo en despertarme y tomo el café con leche a gusto pero mirando a Volga que tiene ganas de salir; tengo frente a mí el diario de mi madre, sus días en Tirana, el desencuentro con U. y esos días duros que han de pasar las personas que aman mucho cuando se dan cuenta de que el objeto de su amor es tan sólo eso: un objeto. A medida que voy leyendo se va convirtiendo mi madre en un personaje, se aleja de mí, se va convirtiendo en papel, tan sólo papel como todo lo que me rodea es papel mojado y sé que debería estar en el día de hoy, en todos los días de mi existencia, en esta existencia que tiene como fin la soledad, acompañado, en un centro de trabajo; debería estar trabajando como mi madre que todas las mañanas se levantaba a las seis y media, se tomaba lo primero que pillaba para tener algo en el estómago, se lavaba lo que podía oler mal y salía a la calle y no volvía a su casa hasta las seis de la tarde y todo el día, todo el día se lo pasaba en un hospital, siempre con gente enferma rodeándola y encontrando en los resquicios de un tiempo que no le pertenecía –le pertenecía al Estado- el encuentro con un hombre al que no le puso nombre sino tan sólo inicial. U. que es mi padre y del que tan sólo conozco esa inicial y las duras palabras que mi madre le dedica desde el momento en que U. decide no reconocer su paternidad y abandona a mi madre en su embarazo y la denuncia como reaccionaria y envían a mi madre a una campo de reeducación y es por eso, por la denuncia de mi padre por lo que yo nazco. Escribe mi madre en un momento: “Si no me hubiera denunciado, habría abortado. En aquel momento las autoridades de Albania promovían el nacimiento de niños y en el centro de reeducación me vigilaron hasta el delirio para que no me provocase un aborto. Aún así lo intenté”. ¿Cómo se juzga? Dicen lo que saben que somos seres que no podemos evitar el juzgar de continuo las acciones de los demás y que no aceptar ese hecho es ir contra la vida; de hecho esta glosa que ahora escribo es un juzgar; toda la literatura es un juicio; todo arte es un juicio; y deduzco: una sociedad sin cánones es una sociedad condenada a la extinción; pienso Roma en sus últimas bocanadas; pienso la Edad Media y la muerte de Dios; pienso la soberanía de la mente; pienso en Oliveira una mañana cuando talábamos árboles para reconstruir el bohío que había sido devastado tras una lluvias inclementes que habían caído día tras día durante seis semanas; todo era el sonido de la lluvia contra las hojas, las ramas y la tierra amazónica; el sonido que acababa ahogando incluso nuestras propias voces hasta el punto de que Oliveira dejó de hablar para no volvernos locos, lo último que me dijo hasta que las nubes se agotaron fue, No hablemos. La lluvia lo dice todo. Fueron días y días en completo silencio, viendo cómo nuestra choza se iba cayendo a pedazos hinchados de agua y agua y agua que parecía querer llevarse por delante todo lo que los hombres habíamos hecho en este mundo que me cuesta decir que es miserable porque hay gentes fuertes que ven en todo una oportunidad y porque no puede ser que este pensamiento mío hijo de ser aborto abortado tenga la razón de su parte; Oliveira y yo, hombro con hombro, brazos y piernas con brazos y piernas, desaguábamos hora tras hora, día tras día, apenas comíamos, él se pasaba horas con los ojos cerrados, en los alto de un árbol, respirando al ritmo de la lluvia, sin aparente esfuerzo en su inmovilidad, sin aparente esfuerzo por mantener el equilibrio, sin aparente hambre o sed y nunca supe por qué de repente abría los ojos, me buscaba con la vista y con un gesto me pedía que volviéramos al tajo y nunca supe porque ese era siempre el momento justo; el momento justo para él y para mí porque solía ocurrir que cuando él abría los ojos para hacerme la seña yo solía estar a punto de derrumbarme como desde siempre recuerdo estar a punto de derrumbarme una vez cada día, una vez al menos y muchos de ellos he acabado derrumbado porque no soy fuerte, porque no tengo esa fortaleza que se puede ver en los estibadores de los grandes puertos del mundo o en las monjas católicas acarreando niños escuálidos en los inmensos suburbios de las ciudades indias o en esas mujeres que han sido violadas en cualquier guerra y mantienen ante la cámara una mirada que denota un mundo interior terrible y al mismo tiempo piadoso, un mundo lleno de una rabia que se convertiría en fuego o en devastación o en castración del hombre que la ha violado; me falta esa fortaleza de los prohombres, de Nelson Mandela en su prisión que ha servido de guía a tantos y tantos hombres y no se quiera ver en mis palabras cierto grado de ironía, no hay gota de eso que tiene tantas caras y que intenté descubrir en un libro de Alexander Nehamas y vaya si lo descubrí; esa fortaleza digo que tenía Oliveira en su quietud subido en las ramas altas de un baobab, en la horquilla entre dos ramas gruesas, casi suspendido en ellas, casi levitado; esa fuerza de Oliveira capaz de quitar la vida sin la menor sombra de duda; porque la fuerza se opone a la duda, de alguna manera se opone a ella en la idea general que de la fuerza tenemos los hombres; cuando Oliveira se quedaba suspendido en la ramas altas de milenario árbol, suya era la fuerza; nada, ni la lluvia terrible, ni los sonidos angustiosos de todo un mundo ahogándose (porque yo en aquellos momentos de tromba creía escuchar la muerte de los millones de seres aerobios que estaban siendo anegados por las aguas, desde los insectos a los pequeños roedores y esas alimañas que en cualquier día caluroso habría detestado; porque yo sentía una inmensa tristeza por ellas quizá egoístamente estaba viéndome reflejado en su muerte y sentía ya la angustia del ahogamiento y rogaba al cielo que dejara de una puta vez de mearnos sobre nuestros cuerpos indefensos, no recubiertos por ningún tipo de piel impermeable) parecían alterarle, él estaba allí meditando las horas, esperando el momento de actuar, sabiendo de hecho cuál era ese momento mientras yo, abajo, subido en la hamaca me devanaba los sesos pensando por qué estaba allí, qué me había llevado hasta el curso del río Amazonas, cómo era posible que la vida fuera tan miserable que ni tan siquiera te ofrecía una mínima explicación de lo que sucedía y me maldecía por esperar la seña de Oliveira para ponerme a actuar y me maldecía por pensarlo y no ponerme a ello, por no decirme, ‘Joder, ya eres mayorcito. Toma de una puta vez el hacha o el cubo o lo que coño sea y ponte a actuar’; esa fuerza que tenía milagrosamente Wislaswa y que a mí me inquietaba por esa resolución nocturna en forma de llanto y cómo las pocas veces que me acerqué a ver si se encontraba realmente mal, ella me respondía con una contundencia que no amainaba en absoluto su llanto; quiero decir, ella seguía llorando mientras su fuerza me enviaba de inmediato a la cama bajo pena de darme un bofetón que me iba a dejar incrustado en la pared; esa resolución de levantarse aún a sabiendas que lo que espera abajo es un lodazal y un esfuerzo titánico por empujar las aguas o el tedio o el dolor fuera de los márgenes de la vida de cada cual; mantener el dolor en la frontera, dejarlo entrar cuando su empuje sea tan devastador que ni cien Hércules podrían hacerle frente y una vez que ese dolor ha entrado tener la fuerza de vivirlo, agarrarse los machos y mirarlo de frente y saber que el tiempo del sufrimiento ha llegado y respirar hondo y no parpadear, no parpadear jamás, no dejarse vencer ni por las noches eternas de Tirana ni por los diluvios inclementes de la selva.