Algo vive en los conductos de la Casa Museo. Los quejidos que escucho no pueden ser sólo corrientes de aire. Las corrientes de aire aunque se quejen tienen siempre algo de musical. Será un animal que entró y ahora no sabe salir. Un animal presa de su curiosidad o de su necesidad (no sé por qué me da por pensar si la curiosidad y la necesidad son conceptos sinónimos). Un animal con ojos a los que la oscuridad los estará atrofiando.
Escucho quejarse a eso algo encima de mi cabeza, a los lados, por debajo, a todas horas, por todas partes. Si lo escucho por la tarde cuando estoy sacando los cubos de basura del cuarto donde se encuentra el grupo electrógeno autónomo y veo los bidones de gasolina alineados en la pared del fondo, pienso que bastaría una poca para quemarlo y así, tras un sufrimiento intenso pero corto, dejaría de sufrir, dejaría de padecer la angustia por sentirse perdido en el laberinto de las conducciones de la Casa. Si lo escucho cuando me encuentro en mi habitación, me siento protegido. Sé que no puede acceder a mi habitación desde el conducto del aire acondicionado porque reviso cada noche la rendija y me afano en que los tornillos estén bien ajustados además de que pongo los tapones en los desagües de la bañera, el lavabo y el bidet y aunque la claustrofobia me agote cierro todas las noches la puerta que da al patio con techo retráctil. Si lo escucho cuando empiezo a subir las escaleras en la madrugada para hacer la labor de abrir las ventanas, a esas horas, en esos espacios, sí siento miedo y aún aumenta más mi temor y llega hasta el terror si lo escucho cuando me encuentro dentro de las salas, rodeado de cuadros que figuran, en su mayoría, paisajes con personas, cuyos ojos parecen mirarme y cuyas actitudes, muchas de ellas, me resultan desafiantes; añádase a esta sensación de vigilancia el hecho de abrir las ventanas y de que justo al abrir una de ellas, lanzado desde la oscuridad, como parido por el laberinto de los conductos de la Casa, húmedo de grasas y suciedad, saltara al interior de la sala eso algo que se quejaba y que había encontrado, sin saberlo, la salida y preso de una histeria feliz clavara sus garras en mi cara y se aferrara a mí como si con ello evitara para siempre volver a aquel infierno de cables, tubos y agujeros.
Hay madrugadas que vuelvo a mi habitación cubierto del sudor frío del terror. En esas madrugadas he de hacer varias inspiraciones largas antes de armar las alarmas porque si no respirara así mis dedos temblarían en exceso y me equivocaría al marcar la clave y saltarían las sirenas y su sonido agudo, espectral me paralizaría y moriría siendo consciente de que estoy haciendo un trabajo para el que en absoluto estoy preparado. ¿Por qué lo estoy haciendo entonces? ¿Por qué me contrataron a mí?
Me he tomado el café de la mañana en el porche trasero de la Casa. Ha llegado, uniformada de azul, la mujer de la limpieza. Nada más verme me ha dicho, Como se habrá dado cuenta yo no tengo por qué limpiar su habitación o sea que la mierda que se acumule suya será.
Al fondo la escultura en bronce de la mujer desnuda. Es una escultura a tamaño natural que se encuentra sobre un pedestal en el borde de la piscina más alejado del porche. Muchas tardes, tras nadar, le acaricio la cara y le doy un beso en la mejilla.
Serán las once de la mañana cuando llego a la que debe ser mi casa. Funciona el mando de la puerta del garaje. Aparco en mi plaza. No es fácil aparcar en mi plaza. Tengo que hacer varias maniobras muy precisas. Cuando voy camino de mi portal veo al hombre cojo, el marido de la vecina amiga de Carmen, metido en su coche. Tiene los ojos cerrados. Las ventanillas están subidas y aún así se escucha heavy en español. El hombre cojo debe tener un buen equipo. Antes de entrar no puedo evitar girarme y mirarlo. Se está terminando de hacer una paja. Se está corriendo. Unos niños de los bloques, a unos veinte metros, juegan a la pelota en el espacio central que forman los bloques en forma de U. Gritan los niños. Grita el rockero. Grita el cojo.
Respiro al entrar en el que debe ser mi hogar.
No sé por qué vivo ahí. No sé si suelo vivir ahí.
No quiero escuchar de nuevo los quejidos en la Casa Museo.
¿Cuánto queda?