262
Me acuerdo de salir de mí y verme llegar hasta el techo. Sé que si lo atravieso me perderé de mí mismo para siempre. No me atrevo. Vuelvo a mí.
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Me acuerdo de una tarde en el metro. Línea 6. Voy a trabajar a la televisión. Trabajo de guionista de plató en un programa de empleo. En el vagón, sentada en un asiento frente al mío, una muchacha. Nos miramos en el recorrido. Varias estaciones. Aumentamos la frecuencia en la que nuestras miradas se encuentran. Al llegar a la estación de Príncipe Pío, ella se levanta. Yo me quedo sentado. Se abren las puertas. Ella sale. Se dirige hacia las escaleras. No se cierran las puertas. Ella vuelve, me hace una seña en la que me pregunta si me bajo y la acompaño. Le respondo con otra en la que le intento decir que me es imposible. Se cierran las puertas. El convoy se pone en marcha. Me sonríe ella. Le sonrío yo.
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Me acuerdo de lo vívidas que eran las emociones que sentía al seguir la peripecia de Rodian Romanovich Raskolnikov, el protagonista de Crimen y Castigo.
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Me acuerdo de una noche de verano del año 1976. Tengo quince años. Estamos toda la pandilla en El Oasis, un local en el Paseo Marítimo de Cullera, mitad bar, mitad terraza, mitad pista de baile. En el escenario una orquesta toca las canciones del verano. Recuerdo a Nacho, Montse, Hortensia, Lourdes, Fernando, Pablo, quizá Pascale o Muriel o Bárbara, quizá María José o ¿María Jesús?. Fuera, en la terraza, los padres de algunos de nosotros toman algo. La orquesta termina un tema y anuncia el primer descanso. Entonces el DJ. del Oasis pone como música ambiente el disco de la ópera rock Jesucristo Superstar en la versión española en la cual el papel de Jesucristo lo interpretaba Camilo Sesto. El primer tema que pone es El Juicio ante Pilatos. La pista se ha vaciado. Todo el mundo está fuera o en la barra pidiendo algo. Yo me sé el disco de Jesucristo Superstar de memoria. Cuando escucho los primeros versos de la letra: Aquí está el rey en mi casa otra vez/ Y ¿qué pasó?/ Herodes no es su juez... sin pensarlo entro en la pista de baile vacía y bajo su luz discotequera empiezo a hacer play back y a interpretar al personaje de Pilatos. No pierde tiempo mi primo Nacho que tirándose al suelo empieza a su vez a interpretar el papel de Jesucristo. Ambos nos metemos en nuestro papel. Ambos sentimos lo que hacemos. Llegamos a los cuarenta latigazos y lo azoto, uno por uno, y Jesucristo soporta estoico el castigo y cuando termino y gimo Pero de esta acción lavo mis manos/ de sangre inocente, el DJ. de El Oasis corta la música y lo que se escucha de repente es una ovación impresionante y es que mientras nosotros interpretábamos, las gentes que estaban sentadas en la terraza, nuestros padres entre ellos, los que habían salido o habían ido a la barra, incluso la orquesta desde el escenario, todos habían vuelto a la pista de baile para ver nuestra representación y nos lo agradecían con esa ovación larga que a Nacho y a mí nos hizo sonreír.
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Me acuerdo del pedaló que es una embarcación a pedales que se alquila en la playa.
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Me acuerdo de lo mucho que me gusta ducharme para quitarme la sal y la arena. Del apetito que tengo a la hora de comer. De lo agradable que me resulta echarme siesta.
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Me acuerdo del cansancio de la piel tras estar muchas horas expuesta al sol y al mar.
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Me acuerdo del partido de rugby en la playa. Es un día muy, muy nublado. Apenas hay gente. Es finales de agosto. Época de tormentas en el litoral levantino. Jugamos chicos y chicas de entre trece y diecisiete años. La mar brava al fondo. El rugido de las olas se mezcla con nuestros gritos. Cuando el partido termina corremos hacia el mar. Vamos todos rebozados en arena. Hay bandera roja. Nos sentimos libres al ir al encuentro de las olas.
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Me acuerdo del tío Enrique, marido de la tía María Cristina, capitán de caballería, que fornicó cuando menos cuatro veces con aquella mujer, una noche de verano en Cullera. Desde el quinto piso de su apartamento en el Edificio Cibeles, borracho perdido, nos lanza cerillas encendidas por el hueco de la escalera mientras nosotros bajamos a toda velocidad muertos de risa.
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Me acuerdo de que mi prima Mari Cris -mucho mayor que nosotros, un poco más joven que mi madre- tiene otro apartamento en el séptimo piso del mismo edificio. Mari Cris es hija de la tía María Cristina y Enrique. Está casada con Guillermo con el que tendrá muchas hijas y un hijo. Una de sus hijas, Teresa, es bella. Tendrá dos o tres años menos que nosotros. (Cuando escribo nosotros me refiero a los hijos de mi madre y de mi padre).
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Me acuerdo de Miguelito, el loco de Cullera cantando a voz en grito por las calles, ¡Cullera, cuchara!/ ¡naranjas y limones!.
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Me acuerdo de una noche de tormenta. El verano termina. Acabamos de entrar en la adolescencia. La tormenta descarga con toda su furia. Toda la pandilla nos hemos guarecido en el soportal del Edificio Cibeles. Frente a nosotros una explanada de guijarros que hace las veces de parking y tras ella la carretera que une Cullera con el Faro. Cortinas de agua caen a oleadas. En las calles riadas que van a dar a la playa. Rayos. Truenos. Centellas. Y de repente, en mitad de la noche, un rayo cae a treinta metros de nosotros, en la carretera del Faro. Tiembla la explanada. Temblamos nosotros.
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Me acuerdo del día en el que un globo terráqueo salió flotando por mi ventana.