Sobre metamorfosis y semejanzas
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Posiblemente sea más joven. En color. Mi prima P. es rica. También más joven. Se ha quedado con la casa de su madre en el centro de la ciudad. Una casa en la calle San Juan. Pienso mientras me abre la puerta en el Apocalipsis. Siempre me atrae mi prima P. Nunca se lo he dicho. Hay cosas, pienso, que no hace falta decir. Se ve en la mirada. La mirada tiene un agujero que lleva hasta las ganas. Ganas de amar. Ganas de asesinar. Ganas de sorber. Ganas de morir. Parece que hace tiempo que no nos veíamos. Creo recordar que hablamos de banalidades. Me fijo -como no puede ser de otra manera- en que sus manos son delicadas y sus pecas siguen adornando sus mejillas con la misma ingenuidad que en la niñez. Tengo la sensación de que me resulta recargada la decoración: muebles pesados, de maderas viejas -castaño, roble, ébano-, fotografías enmarcadas en marcos de plata,una gran cantidad de lámparas de mesa y por lo tanto una gran cantidad de mesas y mesillas; cuadros en las paredes, figurativos todos, con escenas bucólicas y un desnudo de mujer que tiene un parecido más que casual con P. a la que sigo por un pasillo en cuyas paredes dos estanterías muy estrechas contienen viejos libros con lomos de cuero; el cuero de P., pienso mientras acaricio uno de ellos que resulta ser De rerum natura que me lleva a la naturaleza de mi prima, a su desnudez y siento el capricho de ver sus pezones en ese mismo momento, de pedirle con mi voz que se abra la blusa, se suba una de las copas del sostén y me enseñe el pezón al que genéticamente me siento unido; ella -mientras yo pienso estas sabrosuras- me comenta algo de la venta de la casa y de que cabe la posibilidad de que unos ciudadanos chinos interesados en comprarla aparezcan en breve. Arguyo algo. Le digo que yo no había avisado, que si lo desea cuando vengan yo me voy. Me dice que no, que mejor que me quede, que me haga pasar por su marido. Bromea con algo parecido a que los chinos respetan más a una mujer casada que a una solterona. Las caderas de P.. Esas caderas miro mientras nos dirigimos al salón donde se encuentra el mirador y en el mirador las plantas de ultramar que le dan un aspecto de interior pintado por una mano que aunara el exotismo de Frida y la sencillez del Adouanier. Nos sentamos en un tresillo estilo Imperio. Nos miramos a los ojos. Se ha desabrochado un botón de su blusa -¿se lo ha desabrochado ella?- y veo el encaje del sostén de color rosa palo. Quisiera sentarme junto a P., acercar mi mano, subir su falda hasta donde los muslos pierden su nombre y sonreír. Llaman al timbre de la puerta. La atmósfera que quizá se había creado, se rompe en mil pedazos. Corre P. a abrir. Son una pareja de ciudadanos chinos. Ambos hombres. Vienen cogidos de la mano. Visten trajes de chaqueta de lino. Se dirían amantes mellizos. Hablan un español femenino y sensual. P. me presenta como su marido. Yo sonrío como marido de P. y les invito a que miren la casa sin prisa. En realidad les digo, Miren la casa sin prosa... porque en el aire ha quedado el aroma del sexo de mi prima; no el sexo de su coño sino el sexo de su sudor. Pienso en mi capacidad perruna, en mi olfato prodigioso, en la cadencia de las caderas de P. pocos minutos antes mientras la escucho a lo lejos vendiéndoles las maravillas de la casa de su madre a la pareja china. Me sirvo un dry martini mientras espero. A cada sorbo que doy me lleno de una tristeza que ya no me abandonará.