¡Oh, Símaco! ¡Oh, Probo! Vosotros que vivíais en los palacios más opulentos de la opulenta Roma, decidme, nobles, si de algo sirve andar mendigando la luna llena.
Hay en la continuidad de los días una constante. Fue ayer cuando la descubrí. Subía por un camino hacia ninguna parte. Lo más llamativo era el silencio que me abrazaba como si me hubiera salvado de un naufragio y con su abrazo me diera calor, calor para vivir, para vivir un día más. No había viento. Sí un sol dorado, el sol del verano cuando camina hacia septiembre, debilitado. Yo respiraba mientras la perra husmeaba el camino nuevo y buscaba rastros de liebre o de gato montés. La perra se alejaba mucho. El sol iba cayendo. Creo que en mi interior latía la monotonía de un rezo o cuando menos gotas que cayeran sobre mi alma como notas aisladas y agudas de piano. Había cambios de plano en la sonoridad de la tarde. De repente sentía más lejos el silencio o, giro de un viento sobre sí mismo, se acercaba tanto que me rozaba el estómago y me hacía estremecer. Yo seguía ascendiendo por una pendiente no demasiado empinada pero sí constante. ¿Hasta dónde llegaba ese camino? me preguntaba. ¿Sería capaz de llegar hasta el final? me preguntaba. ¿Debería haber traído algo de agua y alimento incluso una linterna por si la noche nos atrapaba en mitad de aquella pendiente interminable? Era feliz. Respiraba bien. No me fatigaba el desnivel. No sé por qué me vino a la mente la idea de un daimon que me hubiera guiado hasta allí para hacerme comprender algo. Ese pensamiento se disipó cuando vi aparecer a la perra delante de mí. Movía el rabo. Corrió hacia mí. Se me abalanzó y sentí algo semejante al abrazo del silencio. Luego se volvió a marchar. ¿Cuánto -me preguntaba- pesará la montaña? (frente a mí había una imponente cuya cima, absolutamente pelada, parecía fundirse con el color casi malva del cielo) ¿Por qué no recuerdo ahora -me preguntaba- cuáles son los movimientos que provocan que siempre la luna nos oculte la misma cara? Porque había aparecido, llena y majestuosa, la quintaesencia del fantasma, el ejemplo más hermoso de lo ajeno, la luna llena blanca sin ser blanca, con luz sin tener luz, flotando en un espacio que me hablaba de infinitudes y ligerezas que jamás podría comprender en su pura simplicidad. ¿Cuánto pesa la tierra? me preguntaba ¿Por qué no tendré vida para educar al máximo cada uno de mis sentidos? ¿Cómo es que la vida nos da tan poco tiempo? Respiraba. La perra corría por campos cada vez más oscuros. No quería morir. Por fin no quería morir. Grité, ¡Mi nombre es Olmo! Caí de hinojos sobre la tierra y la besé.